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Reportaje:PASEOS

El paisaje interior

El escritor ubetense recorre Carmona, uno de los lugares en los que se reconcilia con su infancia y puede paladear el tiempo

El ajetreo de la modernidad y la obligación de buscarse la vida nos exigen transitar por una especie de exilio perpetuo. Me refiero a la necesidad de salir del pueblo donde pasamos nuestra infancia y adolescencia. Hallamos entonces el sentido exacto de la palabra desarraigo, que no tiene que ver tanto con las ciudades de acogida, sino más bien con la constatación de que hemos perdido definitivamente el paisaje de los juegos infantiles y de los primeros amores de adolescencia.

Por eso quizá recordamos las calles empedradas, las plazas monumentales y los palacios señoriales que contemplaron nuestras proezas con el balón o que nos vieron manejar torpemente los vaqueros que encerraban la urgencia del deseo adolescente. Por eso quizá buscamos en otras ciudades nuestra pequeña historia, un rastro melancólico del hilo extraviado de nuestra educación sentimental. Por eso vuelvo a Carmona cada vez que las exigencias de la modernidad y de mi trabajo me lo permiten, porque es lo más parecido que conozco a Úbeda. Cuando el sol de primavera aún no rompe en sudor, vagar pausadamente por Carmona para mí supone recuperar en cierto sentido la distancia marcada por el tiempo y los kilómetros.

Para limpiar el rastro de cemento y asfalto de mi retina urbanita, creo que lo mejor es ingresar en la ciudad por el arco almohade del Alcázar de la Puerta de Sevilla. Una mirada desde la base del Alcázar me descubre su grandeza -y nuestra pequeñez-, sobre todo cuando somos conscientes de que en el recinto se superponen cuatro civilizaciones: cartaginesa, romana, musulmana y cristiana.

Asumida la primera sorpresa de la ciudad, estoy dispuesto a seguir el paseo. Sin embargo, antes de avanzar hacia la Carmona monumental, compro una botella de agua en una tienda de ultramarinos muy particular situada a los pies del Alcázar. Estrecha, en penumbra y rebosante de amabilidad, en ella se pueden encontrar desde pendientes, pulseras y collares para un vestido de gitana hasta extrañas cantimploras fabricadas con una garrafa de plástico envuelta en el aislante que se utiliza en la construcción.

Para subir hasta la Plaza de San Fernando, donde se encuentra el Ayuntamiento, prefiero coger por la calle de San Bartolomé, porque sé que en el camino me voy a encontrar con la iglesia del mismo nombre, con el Palacio de los Domínguez, actual biblioteca municipal, y un poco más arriba con uno de los lugares más sorprendentes de la ciudad, la Plaza del Mercado de Abastos.

Como la primavera acompaña, cualquier hora es buena para hacer un alto en este espacio abierto y porticado, donde se mezclan los olores de la compra con el del café o las tapas que preparan los bares que se reparten por la plaza. El mediodía quizá sea el momento idóneo para sentarse en una de sus terrazas, pedir una caña, abrir el periódico y olvidarlo al instante, porque observar la vida en directo doblega con facilidad nuestra necesidad de conocer qué ha pasado más allá de esta plaza: unos niños hacen carreras con sus bicicletas, otros juegan al fútbol y ponen en peligro los cafés que un grupo de jóvenes trasnochadores ha pedido para desayunar, un certamen de encaje de bolillos ha llenado el recinto de aficionadas a este arte y los camareros se prestan solidarios mesas y sillas.

Una vez asentada la cerveza en el estómago y abierto el apetito, salgo en busca de uno de los bares inscritos en la ruta de las tapas de Carmona. En un extremo de la Plaza de San Fernando se localizan varios, pero prefiero acercarme a la calle del Salvador y tomar algo en el Bar Mingalario, donde entre fotos de Semana Santa coinciden varias generaciones de carmonenses. A pesar de no compartir el gusto por este tipo de decoración, sí que me interesa su carta de tapas, su cerveza, las carreras de los niños por entre las mesas y el animado jolgorio de las conversaciones. Salgo del Mingalario y siento que aún queda un hueco para una caña más en El Zahorí, una taberna de la calle Costanilla del Pozo Nuevo.

Para combatir el sopor de después de comer, lo más conveniente es seguir paseando. A la hora de la siesta, cuando el blanco de las fachadas resulta más hiriente -si no fuera por los trazos de geranios de muchos balcones- y el silencio cruje sobre las piedras, busco los callejones que me lleven hasta la Puerta de Córdoba, en el extremo Este de la ciudad.

Desde aquí puedo observar a lo lejos, allí abajo, el verde y marrón de los campos arados por la velocidad de la N-IV. Sin embargo, prefiero atravesar la Puerta de Córdoba y mirarla desde este otro lado, porque junto a una pequeña alberca hay unos niños jugando con el agua, tirándole piedras, mojados de agua y sudor, felices y sucios de arena y barro, seguramente esperando el grito en el cielo de sus padres cuando vuelvan a casa. También hay otros, más arriba y un poco más mayores, tanteando el terreno a ver si esta tarde sí, por fin, se deja hacer Marina, Jennifer o Cristian.

Vuelvo a la ciudad con la nostalgia en la garganta, sin descartar todavía un café en la terraza del Parador. Pero prefiero encaminarme hacia la Iglesia de Santa María. Me encanta su patio de los Naranjos, pero sobre todo entrar en el templo para sentir el mismo fresquito de otra iglesia de Santa María, la de mi infancia ubetense. La diferencia es que ya no noto el arrebato místico del niño en pantalones cortos educado en la fe de sus mayores, pero me acuerdo del soneto que quizá Alberti escribió en Santa María, pero la del Trastevere romano: "Entro, Señor, en tus iglesias... Dime,/ si tienes voz, ¿por qué siempre vacías?/ Te lo pregunto por si no sabías/ que ya a muy pocos tu Pasión redime".

- Lugares recomendados

Para visitar: Plaza del Mercado de Abastos (c/ Domínguez de la Haza). En cualquiera de sus terrazas se puede disfrutar de una caña y tapas. El local más conocido es En ca' Carmela.

Para comer: Taberna El Zahorí (c/ Costanilla del Pozo Nuevo s/n). Una carta variada de tapas y raciones de las que destacan sus croquetas de puchero.

Para dormir: Parador Nacional de Carmona (Alcázar del Rey Don Pedro). Merece la pena tomar un café en su terraza y, si la economía lo permite, comer en su restaurante y degustar su buffet de postres.

Juan Carlos Sierra es autor de Los lunes, poesía. Antología de la poesía española contemporánea para jóvenes. Editorial Hiperión.

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