La política en peores tiempos
Cuando se entra a ver Julio César, se está esperando el momento del discurso fúnebre de Marco Antonio, una muestra de retórica política en la que el orador, forzado por el triunfo de una conspiración y con el fin de salvar la vida, va haciendo al mismo tiempo el elogio del asesinado Julio César y el de sus asesinos, mezclando los términos, pero al mismo tiempo excitando al motín a un populacho más bien despreciado por el autor, pero que se lanza al motín deseado. Era justo esperarlo, y recibir el regalo de la declamación de Ralph Fiennes (El paciente inglés, La lista de Schindler) que le dio todos los sentidos originales. Pero no apareció como una sorpresa, porque ya antes habíamos recibido la voz y el gesto de cada uno de los grandes actores de esta compañía. Son excepcionales: al menos en la costumbre de ver teatro diariamente en España. Lo es John Shrapnel en el breve papel de Julio César, lleno de ironía, de la boba soberbia del triunfador; y Anton Lesser, un Bruto que durante todo el drama será el verdadero protagonista escénico.
Julius Caesar
De William Shakespeare (sobretítulos en español). Ralph Fiennes en el papel de Marco Antonio, Anton Lesser, Simon Russell Beale, John Shrapnel, Rebecca Charles. Producción del Barbican de Londres, Théâtre National Chaillot de París, Grande Théâtre de la Lille de Luxemburgo y Teatro Español de Madrid. Dirección de Deborah Warner. Teatro Español.
Se ha visto también en esa primera parte que es una pieza en sí misma lo que es el doble trabajo de un buen director, en este caso directora (Deborah Warner, famosa en el cine): la recreación del drama y la dirección de actores y movimientos. Su creación es desgraciadamente habitual: la conversión en personajes contemporáneos de los que lo fueron de una historia lejana. Dice ella que "estamos viviendo tiempos extraordinarios, humanos, naturales y políticos" y que "ésta es la obra que les conviene". He vivido bastantes periodos y más extraños a lo largo de los años, en todos se ha dicho que eran extraordinarios y en todos se han apropiado de los grandes poetas para demostrarlos. La época de la Reina Isabel era para Shakespeare un escenario perfecto, y para contar algo de ello podía correr a la vieja Roma o al castillo de Elsinor en Dinamarca, donde "algo olía a podrido": como, claro, en cualquier tiempo y lugar. Afortunadamente, nuestros tiempos y nuestra civilización no son en Europa tan horribles, pero los aforismos sobre el poder y el ensueño de dominio son iguales.
En la primera parte una escalinata de mármol sin lugar conocido permite que estos caballeros británicos, compuestos a la manera de hoy, recitando el inglés viejo y maravilloso más dialogado que declamado, vestidos a la moda del día, nos enseñan su lección del bien y del mal, de la moral y la solidaridad.
Pasa media hora, y entre telones metálicos, aperturas con luces siniestras, soldados vestidos como si estuvieran invadiendo Irak -quizá una guadaña que atraviesa una especie de bandera inglesa simbolice esa guerra- se produce la disolución del drama en las condiciones características de esta actualización típica y se entra en una cierta historia de castigo del mal y duda sobre el bien; fulgor y ruido, disparos y crímenes y suicidios, y la resonancia fastidiosa de los anacronismos: dicen espada, aparece en realidad una daga y suenan disparos. No es un problema de purismo; es de la lógica interna que tiene el teatro, a partir del momento en que aceptamos su verosimilitud. Supongo que esta moda de descoyuntamiento pasará, aunque lleva casi un siglo en su extrañeza.
Pero aquí insisto en lo ya dicho: la calidad de los actores, la precisión de sus gestos y de sus palabras, las situaciones de cada uno en el escenario gracias a la dirección, ofrecen un conjunto que permite olvidar por un momento las ideas del teatro agonizante, que surgen tantas veces en nuestros días. Y que volverán otra vez dentro de un par de días.
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