El niño que fue todos los hombres
En la autobiografía de Sartre, Las palabras, aparece de forma recurrente un contraste abrupto entre el mundo del interior doméstico en el que el escritor vivió su infancia y el mundo exterior. El primero descrito como el de "la comedia familiar" contrasta con el de fuera de una forma que nos evoca la caverna platónica y su desfile de sombras en contraposición con la esfera de la luz a la que accede el prisionero liberado. En "la comedia familiar" Poulou, el pequeño Sartre, se vive como el objeto de una mitificación por parte de su abuelo materno, que lo recibe como "un don" y una gracia proyectado de este modo en él "el trabajo de su propia muerte". La aureola mítica se deshacía como una pompa de jabón en cada contrastación a la que el abuelo se veía obligado a someter a su nieto cuando llegaba la hora de ingresarlo en un colegio. Allí resultaba no dar la talla del geniecillo precoz por el que se le tenía en el medio de "la comedia familiar". Este escenario se contrapone a "la escena del jardín de Luxemburgo", donde le llevaba su madre de paseo y donde el pequeño Poulou pasaba una tarde tras otra por la amarga experiencia de su exclusión de todos los corrillos en los que los otros niños de su edad jugaban. Apestaba un olor a adultos de "comedia familiar" que espantaba a los demás niños. El pequeño Sartre, instituido en "bien cultural" en el seno de su familia, renegará de esa cultura impostora. Los niños no perdonan aquello por lo que no han podido ser como los demás y por lo que los otros niños no han querido jugar con ellos. El dolor de este exilio infantil configurará la -¿primera?- capa de un palimpsesto sartreano en la que se graba a sangre y fuego la dicotomía: falso principito -privilegio- comedia familiar en un interior doméstico -soledad atomizada de los burgueses- mistificación versus: miembro de grupo en democracia participativa -juego común al aire libre, con sus ecos rousseaunianos-, transparencia de todos para todos en una "sociedad sintética" -existencia auténtica-. Sobre esta matriz dicotómica vendrán a superponerse y a volverla más compleja sucesivas encarnaciones.
Claude Lévi-Strauss, que fue compañero de Sartre en L'École Normal, escribió que la clave para entender la Crítica de la razón dialéctica podría formularse así: "¿En qué condiciones es posible el mito de la Revolución Francesa?". En Las palabras, el pequeño Sartre, nos narra su Revolución Francesa particular, el proceso catártico por el cual hubo de destronar "al principito" de la "comedia familiar" -los revolucionarios franceses se autocomprendieron como los deslegitimadores de una sociedad estamental artificial y la institución de otra conforme a "la naturaleza"- para llegar a ser, al fin, un hombre "hecho de todos los hombres". La libertad, como la definirá Sartre en su obra de psicoanálisis existencial Saint Genet, comediante y mártir, no es sino "lo que nosotros hacemos de lo que han hecho de nosotros". Para él, la experiencia de la vida en común con sus condiscípulos vino así a ser un ritual catártico, una "conversión". Con ellos y entre ellos, él "era un hombre entre los hombres... corríamos gritando por la playa del Panteón... me lavaba de la comedia de la familia (
...) repetía las consignas... imitaba los gestos de mis vecinos, no tenía más que una pasión: integrarme". Es significativo que el troquelado de esta experiencia que podríamos llamar fundacional se encuentre en la forma como Sartre se refiere a lo que llamará "el grupo en fusión" y que tiene como su referente paradigmático la toma de la Bastilla. Sartre se representará Mayo del 68 como una nueva edición de la toma de la Bastilla, emblema de los -escasos- momentos apocalípticos y prometeicos de la historia humana. Frente al tedio de la tónica serial, de la maldición sisífica, la diáspora, la toma por los estudiantes del Quartier Latin remite, en el palimpsesto sartreano, a su ideal de la literatura "como la subjetividad de una sociedad en revolución permanente".
Ahora bien, la abrupta dicoto
mía entre "la serie" y "el grupo en fusión", la diáspora y el Apocalipsis, no tiene en Sartre la última palabra. El "grupo en fusión", locus de la libertad, no tiene plasmación ontológica posible: se disuelve tras el logro del objetivo inmediato. (De igual modo, los niños que jugaban en el parque eran recogidos por sus madres todas las tardes y regresaban a esa atomización solitaria en que se volvían "farsantes", objeto de la proyección de las fantasías de los adultos). Para permanecer en el ser y volver consistente el ámbito de la libertad, el grupo se ha de tomar por objeto a sí mismo, es decir, se juramenta. Las libertades individuales, entonces, al asumir la consigna reguladora de la unidad del grupo como su imperativo, se constituyen en fraternidad. Cada cual da a cada cual su palabra de que jamás será una amenaza para la unidad del grupo, y lo hace ante un testigo que sella la palabra dada. Este testigo, a su vez, entra en un intercambio recíproco de palabras comprometidas con otro de sus pares, ante el testimonio convalidador de un tercero que se vuelve a su vez miembro de una relación recíproca y así sucesiva y giratoriamente. Hemos reconstruido así la estructura del juramento cívico, tal como aparece plasmado en el cuadro de David El Juramento de los Horacios. El imaginario jacobino representa de esta forma esa vida regenerada en que la revolución se cifra, donde la fraternidad no es sino libertad juramentada. Ahora bien, al no tener el grupo otra consistencia que la de la red cuyos nudos los constituyen las palabras libremente dadas y selladas, cualquiera de los juramentados podría decidir dejar de ser fiel a su palabra y poner en peligro la unidad del grupo. El conatus del grupo reaccionará entonces cibernéticamente liquidando al traidor o, como Rousseau lo diría, "obligándolo a ser libre". La cara de fraternidad de la libertad juramentada se dobla así de otra cara siniestra que es el Terror. Pues bien: si el referente por excelencia del "grupo en fusión" era para Sartre la toma de la Bastilla, el grupo juramentado, con su estructura de Fraternidad-Terror encuentra su paradigma en la fase tipificada como "el Terror" por los historiadores de la Revolución Francesa, si bien no le va a la zaga el fenómeno del terror estalinista y el culto a la personalidad. Esta última y siniestra figura representa la degradación de la tensión del grupo juramentado hacia una unidad ontológica que nunca consigue y que acaba por proyectar en el organismo de un dictador. Nos vemos llevados así de la toma de la Bastilla al "fantasma de Stalin".
En su Crítica de la razón dialéctica, Sartre lleva a cabo una peculiar reconstrucción crítica de ese proceso, autocomprendiendo su propia obra como algo que "da su expresión intelectual al proceso de la desestalinización". Su, crítico y criticado, procomunismo se relaciona con su tenaz búsqueda fantasmática de "la sociedad sintética". Es profundamente sensible a los efectos perversos de esa sociedad, pero, en última instancia, estima que son menos irredentos que la intrínseca perversión de las sociedades capitalistas, "sociedades desunidas". Su itinerario político, aparentemente un tanto espasmódico, ha podido aparecer como desconcertante y errático. ¿Con qué criterio decide Sartre que en un determinado momento toca apadrinar -críticamente- la empresa comunista? ¿Por qué, malgré los denunciados campos y los tanques en Hungría, hay que seguir dando oportunidades a la anhelada desestalinización, pero, desde la Primavera de Praga y Mayo del 68, procede deslegitimar definitivamente al partido comunista para, después, colaborar con los maoístas? Este itinerario se puede interpretar desde una clave unitaria. Hay que partir de que Sartre asume, con Lukács, que el proletariado es "la clase universal". Pero no es, desde luego, un universal como clase. Como tal, se encuentra en lo que podríamos llamar diferentes niveles de tensión sintética: "En frío, en caliente y en tibio". Estas situaciones corresponderían respectivamente a lo que Sartre conceptualiza como "la serie", "el grupo en fusión" y el "grupo juramentado". Cuando el proletariado está disperso, su unidad institucional la encarna el partido comunista -su existencia "en tibio", como remedo de su estructura juramentada- y debe por ello, críticamente y malgré tout, ser apoyado. En Mayo del 68 el partido comunista se ve desbordado cuando los jóvenes obreros secundan la lucha estudiantil. Hay que desmarcarse, entonces, de él, pues su legitimidad resulta ser inversamente proporcional a la unificación de la clase en y por sus prácticas revolucionarias. Cuando en 1952 escribió "los comunistas y la paz", había que salvar el punto tibio porque el proletariado estaba en frío; ahora bien, cuando éste constituye su unidad en caliente al hilo de sus prácticas revolucionarias, entonces hay que estar contra el esclerotizado aparato del partido. Colaboró luego con los maoístas porque "tenía la idea bastante vaga de contribuir a restaurar la unidad perdida en Mayo del 68". Como vestal consagrada, Sartre cree ver y quiere atizar el rescoldo de ese fuego venido a menos... La imagen de "la sociedad sintética", los niños que juegan juntos en el parque, le quedó gravada a sangre y fuego.
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