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LA COLUMNA | NACIONAL
Columna
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Rebelión de los ricos

PUESTO QUE ha descarrilado, ningún mérito tiene decir que el tratado por el que se pretendía establecer una Constitución en Europa no era el mejor tren para recorrer el camino que separa la economía de la política, el papel moneda del texto constitucional. Hasta ahí, la unanimidad brilla como nunca: el tratado está herido de muerte, y en la próxima reunión del Consejo, sin agravios para nadie, habrá que llegar al acuerdo de suspender el proceso de su ratificación. Pero a la hora de discernir las razones del fracaso, las aguas vuelven a dividirse: unos lo han rechazado por razones exactamente contrarias a otros que también han dicho no.

La cosa comenzó a estar clara la misma noche del referéndum francés: escuchar los gritos de alegría con que nacionalistas de ultraderecha celebraron su éxito y, a los pocos minutos, percibir en el rostro del secretario del Foreign Office la contenida pero evidente satisfacción con la que daba cuenta del resultado, era toda una lección que no debe caer en saco rato. En el no han coexistido muchos motivos, pero uno resalta sobre los demás: ha sido una rebelión de naciones ricas ante las incertidumbres generadas por la marcha hacia una Europa política antes de haber culminado con éxito la incorporación económica de naciones pobres.

Contrariamente a la pauta seguida en el proceso de construcción europea, esta vez la política quiso ser antes que la economía. Si bien se mira, y sea cual sea la vacía denuncia contra la Europa de los mercaderes repetida hasta el aburrimiento por la izquierda del no, en Europa los avances hacia alguna forma de unidad política sólo han sido posibles después de consolidar fuertes vínculos económicos. Pasó así con los dos Estados que pusieron los cimientos del edificio, y pasó con los seis y con los doce. Basta recordar el caso de España: cuando se incorporó como miembro de pleno derecho a la Comunidad, llevaba más de quince años vinculada a su mercado por un acuerdo preferencial.

Pero, además, la iniciativa política llegaba en esta ocasión infectada de burocratismo mientras se comenzaban a sentir las tensiones provocadas en la economía y en la sociedad por las avalanchas de emigrantes y las deslocalizaciones de industrias. En estas condiciones, la propuesta de tratado se asentaba sobre tierra movediza: construir la unidad política sobre Estados que han vivido en los últimos 50 años de espaldas y con economías antagónicas. Hoy es inútil decir que mejor nos habría ido con aprobar algunas concretas correcciones a los tratados anteriores mientras la integración económica progresaba. Pero así es: los avances políticos hay que acometerlos cuando la nueva realidad económica que pretenden reflejar aparezca sólida, libre de tensiones que puedan resultar insoportables.

Hoy por hoy no es así. Dura de digerir la unificación alemana, la incertidumbre crece respecto a lo que pueda pasar con la incorporación de países como Polonia y, muy pronto, Rumania, por no hablar del gigante que asoma en el horizonte, Turquía, o la no menos enigmática Ucrania. ¿Puede una Europa creada sobre el torso franco-germano, hoy en crisis, y con el Reino Unido en posición de permanente semilealtad, asumir la ampliación en términos estrictamente económicos? Mientras esa duda no se despeje, los ciudadanos seguirán aferrados a su Estado nación como marco en el que negociar sus conflictos y evitar los procedentes del exterior, añorando aquel estupendo y pequeño club de naciones ricas en otro tiempo identificado con Europa.

No estamos aún ante el dilema de desandar lo andado ni hay todavía razones para temer que lo avanzado hasta hoy retroceda a partir de mañana. Pero sí estamos ante la necesidad de clarificar qué Europa queremos, porque de tal clarificación dependerá que el proyecto europeo quede reducido a una amplia zona de libre comercio -con sus Estados nacionales reforzados, como pretenden los laboristas liberales británicos y la derecha antiliberal francesa- o se recomponga la marcha hacia una economía paneuropea integrada y capaz de sostener un sistema político que ya en ningún caso podrá venir dictado desde una convención de notables, sino que habrá de ser fruto de la emergencia de un sujeto hasta hoy ausente: el ciudadano europeo.

Y por lo que respecta a España, el despertar del sueño europeo puede ser doblemente amargo: no tan ricos como para rebelarnos, tampoco somos ya tan pobres como para seguir recibiendo fondos de la Unión. Situados en la zona intermedia, podemos sufrir de golpe la indiferencia y marginación de los grandes y las tensiones de las oleadas de inmigrantes venidas del Este, del Sur y de América. No será el Apocalipsis, pero tampoco bastará con repetir la gastada retórica de España como problema, Europa como solución. Eso se acabó.

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