Poemas cromáticos
Cuando el espectador se enfrenta ante obras abstractas en las que no aparecen imágenes que simulen apariencias, donde el espacio carece de referencias métricas o de profundidad y sólo se hace presente lo plástico y lo visceral, afloran en la mente de quien contempla las palabras esos adjetivos con los que se pretende explicar o calificar las cualidades de lo inefable. Frente a esa tendencia a verbalizar lo mejor es permanecer mudos y mirar, ya que no todo lo que se ve se puede, efectivamente, describir con palabras, como si las palabras sólo sirvieran para designar objetos concretos y, sin embargo, las pinturas abstractas de Miguel Rodríguez-Acosta (Granada, 1927) reclaman las palabras o, mejor, surgen de las palabras, del mismo hálito poético.
MIGUEL RODRÍGUEZ-ACOSTA
Galería Rayuela
Claudio Coello, 19. Madrid
Hasta el 18 de junio
Los colores, el brillo, la luz, las pinceladas y las texturas que inundan las superficies de estas obras vienen del texto poético y se convierten en poesía visual, en metáfora sensitiva. Se trata de obras esencialistas, construidas sólo con color, con matices de color que provocan vibraciones armónicas de una irresistible atracción visual. Frente a la pintura automática y al hallazgo casual, tan tópicos del arte abstracto, estas obras de Rodríguez-Acosta parecen realizadas a propósito, pintadas para ilustrar algunos fragmentos poéticos de El hemisferio infinito, del poeta Francisco Acuyo, de donde toman título los cuadros. Sin embargo, no son meras ilustraciones, son auténticos poemas cromáticos escritos desde la dilatada experiencia y el oficio de un pintor que comenzó su carrera hace unos sesenta años.
El silencio, la atmósfera, los ecos y otros calificativos con los que la crítica ha regalado al artista al definir su pintura son construidos como lo haría un tejedor que coloca hilo a hilo, pincelada a pincelada, con paciencia y precisión, los colores sobre el lienzo. Al final, el tapiz pictórico ofrece algo que no es una imagen o unas figuras sino el ambiente de un jardín en el que se cruzan los serenos setos de la Villa d'Este con los sobrios y olorosos arrayanes de la Alambra, las aguas musicales de las mil fuentes de Tívoli con los surcos de las cantarinas acequias granadinas. Lo que en estos cuadros se ve no es, como insinúa Rafael Canogar en el catálogo, un producto de la "escuela del expresionismo abstracto" sino intimismo andaluz ordenado por la serenidad clásica, algo que surge de un extraño y feliz híbrido entre el clasicismo de Roma y la sensualidad de Granada.
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