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Crítica:ÓPERA | 'La meua filla sóc jo'
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Una estética mediterránea

Mediterráneos, les pierde la estética. Un fenómeno este Carles Santos, al margen de todo tipo de modas y tendencias, fiel a sí mismo hasta lo incombustible, músico riguroso, provocador vocacional, obsesivo al límite con la fonética y un minimalismo a su manera, artista inclasificable.

Su último espectáculo, estrenado en Barcelona hace un mes y del que Agustí Fancelli hizo una crítica llena de lucidez entonces en este diario, ha deleitado anteayer en Madrid a sus correligionarios y puesto al borde de un ataque de nervios a sus detractores. Así se explican comentarios encendidos de espectadores a la salida del teatro Español que iban desde "esto es un horror, una tomadura de pelo" hasta "es la mejor ópera que se ha hecho después de Alban Berg", que de todo se escucha en la viña, perdón, en la Villa y Corte, y más todavía en día de calor sofocante.

La meua filla sóc jo

Música, libreto y dirección: Carles Santos. Escenografía y vestuario: Mariaelena Roqué. Con Antoni Comas, Iván García, Xavier Galán, Montserrat Melero, Leticia Rodríguez, Oriolo Roses, Claudia Schneider y Alina Zapatlina. Teatro Español, Madrid, 2 de junio.

Lo que probablemente no se esperaba Carles Santos es que la única provocación hoy vigente es la que se deriva del silencio, y así cuando quiso rendir un particular homenaje a su maestro John Cage y dejó en absoluta inmovilidad a la compañía durante 4'33'', en recuerdo de la pieza sin sonidos del mismo título del compositor americano, empezaron a prodigarse en la sala susurros y grititos -¿homenaje a la española a Ingmar Bergman?- y una parte de la sala se puso nerviosa para regocijo de la otra parte que comprobaba(mos) que todavía es posible hoy esa actitud casi olvidada de epatar desde un espectáculo. Al final vino lo del "kikiriki" y los ánimos volvieron a excitarse, pero la faena -de oreja, en plena Feria de San Isidro- ya estaba realizada.

Santos tiene sus incondicionales recalcitrantes (más de los que parecen) y se ha instalado ya en la categoría de los indiscutibles, o de los clásicos, dentro de la minoría mayoritaria. No engaña a nadie. Su estética es una combinación de circo, falla, ópera de cámara incontrolada, cabaré erótico-mecánico, banda de pueblo ilustrada, tuba y langostinos con all i oli. Las madres en este espectáculo se redoblan en Xoxonia, Xoxania, Xixinia y Xixonia: estupendas todas ellas; como también el mayor carlessantista del reino, el tenor Antoni Comas (qué estupendo Capriccio, de Strauss, hizo en el Liceo de Barcelona en la noche de los tiempos), o el venezolano Iván García, de antojito.

Con un lenguaje directo y a veces sensual, Santos visualiza obsesiones que le vienen de lejos. Son estímulos imperecederos. Únicamente la música le contiene. Y es que después de dirigir una ópera de Rossini o sacar al compositor de Pesaro con sus cocineros, cantantes y pecadoras, la vida y sus reflejos ya no pueden ser igual. Ni siquiera para este creador inimitable y sus colaboradores a prueba de bombas. Les pierde la estética, evidentemente, a unos y otros. Una estética que se manifiesta de inmediato a través de trompetas y trombones o de bólidos de juguete dirigidos a distancia.

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