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Columna
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Colas

El género humano está capacitado para soportar una guerra y una posguerra, para sobrellevar una tragedia familiar y un holocausto, para sobrevivir a desastres naturales y artificiales, para resignarse ante la adversidad más atroz y para sufrir con dignidad enfermedades pavorosas, para aguantar humillaciones y para encontrar consuelo en medio del mayor de los espantos. Lo único para lo que no parece estar hecho el ser humano es para guardar cola. Estás aguardando turno ante una ventanilla de papeleos variopintos y notas cómo la persona que está detrás de ti va situándose poco a poco a tu lado, porque se ve que el hecho de estar detrás le desazona. Como no estás dispuesto a ceder territorio, avanzas un paso, de modo que te sitúas junto a la persona que tienes delante. Como esa persona que tienes delante tampoco quiere ceder ni un centímetro de territorio conquistado, avanza medio metro, de manera que se sitúa al lado de la persona que la precede. A esas alturas de avanzadilla, la persona que estaba detrás de ti se ha situado ya al lado de la persona que estaba delante de ti. Además, un recién llegado se ha puesto a hablar con el tercero de la cola, que resulta ser su amigo, circunstancia que le permite compartir ese tercer puesto en régimen de gananciales, digamos. "¿Quién es el último?", pregunta un advenedizo, pero la respuesta es difícil, porque el último está ya en línea con el antepenúltimo. La cola, en fin, se ha convertido en una estampida sigilosa. Para arreglar el desbarajuste, llega un tipo que se salta la cola entera con una frase mágica: "Sólo voy a hacer una consulta", sin duda porque da por supuesto que los demás estamos esperando para discutir con el encargado de la ventanilla los orígenes del cante flamenco.

O bien estás en la frutería, soportando con paciencia los titubeos de los clientes, porque no hay sitio en este mundo en que la indecisión se manifieste más que en una frutería, y aparece de pronto una ancianita de aspecto entrañable y galdosiano que pregunta "Niña, ¿a cuánto están los albérchigos?", interrogante que obliga a la frutera a interrumpir durante dos segundos la tarea de pesar las ciruelas verdes que ha optado por comprar la persona afortunada que ocupaba el primer puesto en la lista de espera. "Niña, ¿esas manzanas son como las que me llevé el otro día?", y la niña tarda otros segundos en hacer memoria, lo que la obliga a demorar la selección de los melocotones muy maduros que le ha reclamado la persona que es ya propietaria de las ciruelas verdes. "¿Están ácidos los fresones, niña?", y la niña frutera, que no es tan niña, emplea otros dos segundos en elaborar una réplica. "Pues entonces voy a llevarme un kilito", concluye la anciana. En ese instante, los clientes que esperamos turno nos hemos transformado en homicidas potenciales, y elaboramos mentalmente un plan para hacer desaparecer el cadáver de la anciana sin dejar pistas, coyuntura horripilante que se desvanece de forma temporal ante la aparición de un caballero con prisas que le dice a la frutera: "¿Me pone usted dos kilos de manzanas granny smith en un momento?" Y aclara a la concurrencia: "Es que tengo el coche mal aparcado". De ese modo, los homicidas potenciales ascendemos de rango: ya somos genocidas potenciales.

Y luego ten el valor de ir a la panadería.

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