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CIENCIA FICCIÓN

Albert Einstein, relativamente erróneo

UN INDIVIDUO DE aspecto taciturno acaba de levantarse de la cama. En su mente bullen cientos de ideas, nuevas teorías sobre el tiempo y el espacio que avanzan denodadamente, haciendo frente a la imperturbable losa del conocimiento clásico. Al instante, agarra un trozo de tiza y, con trazo desigual, plasma en una pizarra una ecuación para la historia: E=mc2. Se trata de la poco lúcida coproducción hispano-alemana Einstein (1984), dirigida por Lázaro Iglesias e interpretada por varios actores (Miguel Molina hace las veces de un joven Einstein). Esta teleserie posee el dudoso mérito de hacer añicos la verdadera imagen de la investigación científica...

Corbatas, camisetas, sobres de azúcar, sellos, billetes, cupones de lotería... Son algunos ejemplos del amplio abanico de objetos que pueden encontrarse con la efigie de uno de los iconos del siglo XX: el físico Albert Einstein. Mientras prosiguen los fastos conmemorativos del centenario de ese annus mirabilis de la física, en 1905, año en el que el físico publicó cuatro artículos fundamentales en Annalen der Physik, pasaremos revista a un interesante gazapo aparecido en uno de ellos... o casi.

En Sobre la electrodinámica de los cuerpos en movimiento, Einstein derrocaba el carácter absoluto de masa, longitud y tiempo de la física clásica, dando mayor protagonismo al papel desempeñado por el observador. En particular, aseveraba que dos observadores, equipados con relojes idénticos, desplazándose entre sí a una velocidad relativa (uniforme) V, afirmarían que su reloj respectivo sufría un retraso respecto al del otro observador.

En su artículo (véase la versión española de Antonio Ruiz de Elvira en Cien años de relatividad), Einstein aplica dicho resultado a dos relojes situados a distintas latitudes: uno sobre el ecuador terrestre y otro en uno de sus polos. Debido a la rotación terrestre (respecto a un sistema de referencia estático), el reloj ecuatorial presentaría una velocidad lineal de casi 500 metros por segundo, mientras que el reloj polar se encontraría esencialmente en reposo. Como consecuencia, concluía Einstein, un reloj ubicado en el ecuador terrestre debería atrasarse ligeramente respecto a otro situado en uno de los polos. ¿Cuán ligeramente? Pues un segundo en unos 20.000 años... Por descontado, en 1905 no había forma de verificar tan ligeras diferencias.

Años después de publicar su revolucionaria teoría de la relatividad especial, Einstein intentó generalizarla para incluir el efecto de una aceleración (esto es, una teoría de la gravedad compatible con el principio de relatividad). Para ello, se basó en otra conjetura, el llamado principio de equivalencia, que establece que un observador sujeto a un movimiento acelerado es completamente equivalente a otro situado en los dominios de un campo gravitatorio (de igual magnitud).

Este principio llevó a Einstein a concluir que el tiempo transcurre más rápidamente a medida que nos alejamos de un campo gravitatorio: así, un reloj situado en la base de un rascacielos atrasa respecto a otro ubicado en su azotea (aspecto que no parece ejercer influencia alguna en el desorbitado precio de los áticos). Dicho efecto, conocido como desplazamiento Doppler gravitacional, fue corroborado empíricamente en 1959 por Robert Pound y Glen Rebka utilizando una torre de sólo 22 metros de la Universidad de Harvard.

Aunque cerca de la superficie terrestre estas diferencias resultan prácticamente despreciables, sistemas que operan mediante satélites, como el GPS, deben tener estas correcciones muy presentes (véase, lasp.colorado.edu/~horanyi/2170/papers/ GPS%20(Physics%20Today%20May%202002).pdf).

Así, Einstein llegó a la conclusión que el tiempo que marca un reloj se ve influido no sólo por su movimiento relativo, sino también por el valor del campo gravitatorio local. Con la aparición de la teoría de la relatividad general, este segundo efecto pudo por fin calcularse teóricamente. Curiosamente, ambos efectos se cancelan mutuamente para dos relojes, uno ecuatorial y otro polar, situados a nivel del mar.

Claro está que Einstein no podía haber anticipado este resultado en 1905, antes de proponer el principio de equivalencia. Pero tal y como ponen de manifiesto dos físicos norteamericanos, Alex Harvey y Engelbert Schucking, en un reciente artículo, dicho gazapo ha recibido sorprendentemente escaso interés entre científicos y estudiosos de la historia de la ciencia. Es más: cuando se le solicitó la donación del manuscrito de ese celebre artículo para recaudar fondos durante la II Guerra Mundial, Einstein tuvo que volver a copiarlo de su puño y letra, al haber destruido el original.

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