César Rincón, por la puerta grande
Fue una tarde para el recuerdo; una tarde de toreo total, de emoción, de vibración, de conmoción...
La historia comenzó en el segundo, que había blandeado en el caballo; salió, entonces, El Cid y lo lanceó a la verónica y una media ajustada. Y le contestó Rincón. Citó de frente y dibujó tres chicuelinas ajustadísimas que cerró con una media verónica de auténtico cartel de toros, arrebujado el torero con el capote, preciosa, de tanta belleza que resulta imposible explicar. Fue como un calambre que te cimbrea y te recorre de la cabeza a los pies. Fue un momento de íntima emoción, de los que hay que ver para sentirlo, vivirlo y saborearlo. Brindó al público y transmitió Rincón una disposición insólita en el toreo actual. El toro, codicioso y noble, fue un fiel colaborador, y el torero dictó una lección magistral, cuajada de poderío, de temple y conocimiento sobre la mano derecha. Bien colocado, siempre cargada la suerte en cada pase, brotaron redondos largos y hondos. No se acopló con la izquierda y volvió a intentarlo a pies juntos para conseguir algún natural y una preciosa trincherilla. Los ayudados y el kirikiki finales fueron el broche a una gran faena que no fue rubricada con la espada.
Alcurrucén / Rincón, El Cid, Gallo
Toros de Alcurrucén, justos de presentación y fuerza y muy nobles; destacaron el 2º y 5º. El 3º, sobrero de Antonio López, manso y deslucido. César Rincón: estocada tendida y caída (oreja); pinchazo y estocada caída (oreja). Salió a hombros por la puerta grande. El Cid: cuatro pinchazos y estocada (silencio); tres pinchazos y estocada baja (dos vueltas). Eduardo Gallo, que confirmó la alternativa: estocada baja (silencio); media y estocada (ovación). Plaza de las Ventas, 18 de mayo. 7ª corrida de feria. Lleno.
Con verónicas apasionadas recibió al cuarto, un toro más parado que se encontró con un torero pleno de madurez que lo enseñó a embestir. Valentísimo en todo momento consiguió encelarlo en la muleta y dibujar redondos de auténtica calidad; especialmente una tanda templadísima, profunda y ligada en la que los derechazos conmocionaron a la plaza. A menos, otra vez, por el lado izquierdo, citó a matar recibiendo y pinchó, pero la oreja fue justamente a sus manos porque había protagonizado una tarde de toreo solemne. Salió por la puerta grande con todo merecimiento, reverdeciendo los laureles de sus mejores tardes en esta plaza.
Pero quedaba el quinto, y quedaba otro artistazo vestido de luces, El Cid, que recibió al toro con unas garbosas verónicas que superó, después, en un quite de dos y media sencillamente magistral. Brindó también al público y no quiso ser menos que el maestro Rincón. El toro, nobilísimo y con las fuerzas muy justas, colaboró para que la faena alcanzara cotas de arte rallanas en la perfección: dos tandas de redondos y otras tres de naturales, todos larguísimos, enormes, vistosísimos, y todos ellos ligados con pases de pecho de pitón a rabo. Una faena cumbre, con la plaza de las Ventas puesta en pie, que hubiera sido histórica si El Cid no falla, una vez más, con los aceros. Perdió la salida a hombros, le obligaron materialmente a salir del callejón y a dar dos vueltas al ruedo al grito unánime de "¡torero, torero!".
Su primero fue un sobrero manso y deslucido con el que se justificó sobradamente en el tercio final.
Mientras todo ocurría estaba allí el joven confirmante Eduardo Gallo, que decepcionó profundamente en su primero, un animal que derrochaba nobleza, en una labor desordenada, superficial y vulgar. Al menos, Gallo tuvo la oportunidad de asistir a dos clases magistrales de toreo. Recogió el guante y se lució con el capote. Muleta en mano, se mostró valentísimo y robó algunos muletazos a un animal que pronto se vino abajo.
A Rincón se lo llevaron por la puerta de Alcalá, mientras El Cid, desesperado, rumiaba su mala suerte. Sobre la arena de la plaza quedó un reguero de arte.
Babelia
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