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La nostalgia es el juego

Joan Subirats

La confusión de nuestras vidas y el ruido que nos llega de todas partes nos empuja a añorar tranquilidades pasadas. Épocas de las que sólo recordamos su ordenada apacibilidad y de las que borramos tantas otras constricciones y pesadumbres. Michael Walzer en un reciente artículo nos recuerda que no fueron los valores los que hicieron perder a la izquierda política las pasadas elecciones en Estados Unidos, sino la pasión, y por encima de todo la pasión del miedo. La búsqueda de seguridad trata de apoyarse en liderazgos fuertes, que a su vez aparentan mantener una sólida base de creencias y valores que sustenta esos liderazgos en momentos de confusión y mudanza. La derecha, en Estados Unidos y en otros muchos sitios, parece haberse apoderado de las certezas ideológicas y del celo conservador de las esencias. Mientras, la izquierda busca defender los trozos dispersos de pasadas victorias y reforzar los elementos que reconecten teorías, principios y valores frente a un mundo en vertiginosa transformación. Curiosamente, la derecha, defensora a ultranza de un mercado amoral, se presenta con los ropajes de la moral, aunque esa moral se circunscriba a las opciones sexuales, el antiaborto y poca cosa más.

Las recientes elecciones en Gran Bretaña han dado a Tony Blair un nuevo mandato, y ha empezado él mismo reclamando mano dura contra la microcriminalidad, la inseguridad urbana, la mala educación, los gamberros y los que hacen sonar demasiado fuerte su música. Se trata de instaurar "la cultura del respeto". A esa conclusión le han llevado, según sus palabras, la gran mayoría de los electores a los que escuchó y consultó en la pasada campaña electoral. Una nueva demostración de la política de la no política que Blair ha practicado con éxito en estos años, pero que ahora parece entrar en su definitivo, aunque dorado, declive. En eso estamos, en responder al malestar de la gente no combatiendo o modificando las causas profundas de ese malestar, sino atacando los aspectos más epidérmicos y molestos de la vida diaria. El joven que no cede su asiento en el autobús, que pone la música demasiado alta, los que actúan de manera desconsiderada, los incívicos y perturbadores de la tranquilidad perdida. Parecen decirnos: "Sabemos que los ancianos tienen pensiones miserables, con las que sólo pueden malvivir, pero ya que ello se nos escapa, al menos que, en su miseria, no sean molestados". Es toda una demostración de impotencia política ante los elementos más estructurales de la desigualdad y la injusticia, y al mismo tiempo de criminalización de unas conductas que se califican e incluso tipifican como desviadas cuando son simple y llanamente molestas y perturbadoras.

Va ganando terreno lo que algunos expertos denominan (Alessandro de Giorgi, Tolerancia cero, Virus editorial) la visión "actuarial" de la seguridad. No se trata de juzgar la desviación social, las conductas violentas o amorales, ni tampoco preguntarse por sus causas o por la existencia de patologías. Se trata de considerarlas normales, simples consecuencias no queridas de la complejidad vital. Las estadísticas, es decir, la lógica actuarial (clásica en la perspectiva de las compañías aseguradoras), nos dirá sin matices ni sofisticaciones lo que queremos saber: quiénes delinquen, dónde lo hacen, quiénes son los afectados. Y a atajar esa desviación concreta dedicaremos nuestros esfuerzos, nuestra capacidad represiva. No hay aparentemente ideología en esa lógica de actuación, como tampoco existe aparentemente ideología en las estadísticas (aunque todos sabemos que quien cuenta, decide). En esa aparente desideologización de las cifras puede residir su atractivo. Si uno opera con datos, es simplemente eficaz y eficiente. Así apartaremos de la calle y de nuestro entorno a los vecinos incómodos, a los perturbadores y bullangueros. Se responderá así a lo que mucha gente entiende como fuente de todos los males, cuando en realidad es este un efecto más de algo mucho más profundo, un sistema que individualiza, despersonaliza y aísla. Ya no hay narraciones o tematizaciones que presenten la inseguridad o la desviacion en términos de clase, etnia o sexo. Cada quién tiene su percepción de riesgo, de inseguridad, de peligro. En ese contexto, la demanda de seguridad es más insaciable que la de la sanidad. No tiene límite, ya que se trata de una construcción social que en cada situación y entorno decide qué y quiénes son seguros, y qué categorías enteras de individuos o grupos son inseguros. Los factores estructurales desaparecen, sólo quedan personas, individuos, delincuentes.

El debate sobre el final de la violencia en Euskadi, sobre la reordenacion territorial, la polémica sobre la regularización y el exceso de inmigrantes, los conflictos en torno a las opciones sexuales o a la muerte digna son adecuadamente agitados por quienes tratan de vincular esa confusión con la pérdida de referentes morales, éticos, o de dignidad patria. Se agita el fantasma de la destrucción de España, se alude a las víctimas del terrorismo como si el hecho de serlo impidiera pensar y buscar salidas, se conecta con la dramática historia de la Guerra Civil española, se alude a la disolución de la familia y de los valores tradicionales de los españoles, y todo ello se envuelve en un canto a la nostalgia. La nostalgia es el juego. Desde la izquierda no basta con tener buenas explicaciones, buenas razones. Será necesario contestar a la demanda de seguridad. Pero al menos, escojamos de qué seguridad queremos hablar. Protejamos a la gente de la degradación ambiental, del peligro nuclear, de la miseria de las pensiones, de la precariedad laboral convertida en norma, de la violencia terrorista indiscriminada, de la agresión a mujeres, a adolescentes, a personas mayores, de la amoralidad del mercado desatado. Pero, tratemos de abordar esa agenda sin cantos a la tolerancia cero, y sobre todo no nos dejemos arrastrar por la nostalgia o por la confusión tremendista.

Joan Subirats es catedrático de Ciencia Política de la UAB.

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