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No hay prisa

Juan José Solozábal

HEMOS PASADO de las reticencias ante la reforma constitucional a la precipitación de su solicitud, por lo menos en lo que se refiere a una de las variedades de la misma, la que pretende establecer la igualdad entre el hombre y la mujer en el orden de sucesión a la Corona.

Algo es algo, así se va abriendo camino la idea de que las constituciones no son "para siempre" necesariamente; de que puede ser conveniente, pensando en su mantenimiento, como hace la nuestra, acomodarse a lo que los nuevos tiempos e ideas demanden.

Establecer la igualdad en la sucesión a la Corona no puede, con todo, hacernos olvidar que la mujer ya podía reinar entre nosotros, así como desempeñar importantes funciones regias; la paridad era perfecta en el ejercicio de la Corona, pero de lo que se trata es de establecerla asimismo en el acceso al trono. De otro lado, la reforma en ciernes, es obvio, tampoco puede presentarse como un remedio a la inconstitucionalidad, en el punto de la Monarquía de nuestra Constitución, pues en un orden positivo no hay más Constitución que la establecida como tal. Por ello, tan constitucional es la regla general de la igualdad del artículo 14 de la Constitución como la regla especial de la preferencia del varón del artículo 57 de la misma Constitución.

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No hay entonces dudas sobre la justificación de la reforma, adecuar la regulación de una institución capital de nuestra Constitución a las demandas de una sociedad que propugna la implantación de la igualdad de género en todos los ámbitos de la vida de la comunidad, ni sobre las vías de su verificación, necesariamente los mecanismos previstos en el artículo 168 CE, pues de lo que se trata es de corregir una cláusula constitucional concreta, lo cual sólo puede llevarse a cabo, desechando alguna estrafalaria alternativa, a través de la modificación de la norma fundamental.

Tampoco debería plantear problemas la determinación del momento de la verificación de la reforma, al menos si abordamos la cuestión, por lo demás como deben ser tratados los cambios constitucionales, con serenidad e imparcialidad política, como auténtico asunto de Estado. El hijo o hija de los príncipes de Asturias no será desde el momento de su nacimiento el heredero de la Corona, sino el heredero del Heredero. Dicho hijo sólo se convertirá en Príncipe o Princesa heredera cuando don Felipe se convierta en rey. Por tanto, ni siquiera entonces su hijo o hija ocuparían la Corona, sino que simplemente se convertiría en príncipe o princesa de Asturias.

Esta condición de príncipe o princesa de Asturias puede sufrir cambios personales, como ha ocurrido en nuestra Monarquía histórica. Así, en el reinado de Alfonso XIII se sucedieron, a medida que iban naciendo y se iban concretando, en personas determinadas, las reglas de la sucesión, Princesa y, posteriormente, Príncipe de Asturias, designaciones que, automáticamente, se hacían por reales decretos.

La clave está en reconocer, como no puede ser de otra forma, que no hay derechos adquiridos frente a la Constitución, de manera que la norma fundamental determina el orden de sucesión en el futuro, con independencia de las reglas de continuidad de la Corona que pudiesen estar establecidas en el orden jurídico precedente, y tiene tiempo de hacerlo hasta el momento anterior al hecho sucesorio, esto es, la muerte, abdicación o incapacitación del rey de cuya sucesión se trate.

Por todo lo anterior, es claro que no hay prisas, se trate de un niño o de una niña el que vaya a nacer en noviembre, según se ha reconocido, tan espontánea como sensatamente desde la Familia Real.

Primero, puede ocurrir que nazca un niño, con lo que el asunto se despeja bastante. Segundo, aunque nazca una niña, ello, como se ha dicho, no desencadena una situación irreversible, ya que la cláusula constitucional estableciendo en la sucesión la paridad entre el hombre y la mujer se aplicaría sin atención a derechos adquiridos, reforzándose, si se considerara conveniente, con una indicación al respecto en la propia norma fundamental.

En la hipótesis más inmediata, es decir, si ahora don Felipe accediera al trono, tendríamos por delante, para cambiar el orden sucesorio, 18 años (si se aceptase la tesis de que se consolida la situación de Príncipe Heredero con el juramento a la mayoría de edad), o mucho más: todo el tiempo que don Felipe sea Rey (si se acepta, lo que parece más plausible, que ni siquiera aquel dato del juramento es irreversible). En la hipótesis más lejana, es decir, si don Felipe tarda aún bastantes años en ser Rey, tenemos por delante muchísimo más tiempo aún. Dejemos, pues, las cosas por el camino por el que van. Y abordemos la reforma, ésta y las demás, con el espíritu de sosiego y consenso nacionales que se requiere.

Juan José Solozábal es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad Autónoma de Madrid.

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