El virus de la narración
Uno. Ésta es una de las historias más hermosas que me han contado. Imagina que eres un escritor. Tienes casi cincuenta años y apenas has escrito: un libro de cuentos, un pequeño libro de poemas. Has vivido bajo una triple dictadura: política, alcohólica, narcisista. Durante años saltaste de un domicilio a otro para borrar tus huellas y dilapidaste tus historias en las barras de los bares, con los eternos compañeros de la noche, a la espera del gran día, el día en que todo podría vivirse y escribirse. Ahora las cosas han cambiado, un poco. Hay un nuevo gobierno en tu país. Te han nombrado director de una editorial pero, naturalmente, sigues sin tener tiempo para escribir. Una mañana recibes la visita de un viejo. Cabello blanco, gabardina, gafas de pasta pasadas de moda. Lleva una cartera y arrastra un gran baúl negro. Abre la cartera y te muestra cuatro manuscritos, encuadernados en distintos colores. El volumen verde se llama Historias del país natal perdido. El azul, Pequeñas escenas de ciudad. El blanco, Encuentros y charlas. En la portada del manuscrito negro hay una sola palabra: Discursos. Y en la cartera, añade, hay una obra de teatro: Comedia triste. Te apresuras a decirle que estás sobrecargado de originales, que la línea de producción, pero el viejo te interrumpe. Parece conocerte muy bien. Sabe que hoy es tu cumpleaños; te llama por el nombre con que te llamaba tu madre cuando eras un niño. Y de repente te suelta que esos libros son tuyos. Todo lo que dijiste, todo lo que contaste, todo lo que prometiste pero jamás llegaste a escribir. Tus anécdotas, tus relatos, tus recuerdos, tus grandes planes. El viejo se presenta. Es un policía jubilado. El encargado de "tu caso". El policía que te ha seguido durante los últimos treinta años, a ti y a tu grupo de subversivos, grabando vuestras conversaciones, transcribiéndolas, redactando informes. Naturalmente, piensas que es una broma, pero hojeas los manuscritos. Allí está el relato de tu encuentro con el cabo Kostic, tu compañero de regimiento. Y tu primera arenga en la Facultad de Filosofía, bajo los tilos. Y la historia del reloj que te entregó tu padre antes de morir, y tu retrato de Václav Havel, y la aventura en la nieve, con Okudjava, y tantos y tantos soliloquios de borrachera. La cabeza te da vueltas, y todavía no has bebido ni una copa. El viejo policía dice que no es ninguna broma. Ha venido, dice, a devolverte tu vida. ¿Quieres más pruebas? Hay más huellas y todas están en el baúl. Los sombreros y paraguas que olvidaste en tantos bares y teatros, en vagones de tren. Los innumerables mecheros, las petacas. Todas las cartas que tu madre te envió y que fueron devueltas con el membrete de "domicilio desconocido". A mí ya no me queda nada, dice el viejo. He sido un buen profesional durante todo este tiempo; ahora te toca serlo a ti. Antes de irse para siempre, te entrega un último presente.
Dos. Como Teodor Teja Kraj, yo también hubiera querido escribir esta maravillosa historia, pero lo hizo otro, el dramaturgo serbio Dusan Kovacevic. La comedia se llama El profesional y lleva quince años en cartel en el Teatro Zvezdara de Belgrado. Acaba de estrenarse en el Nacional de Barcelona, dirigida por Magda Puyo, y traducida por Jordi Gronholm Galcerán y Tanja Dragojevic. Como en todos los grandes relatos, aquí hay una historia principal y una historia secreta. La historia principal es, por supuesto, la del regalo inesperado que recibe Teja Kraj: su vida y su obra posible en bandeja, aunque está por ver si toda recuperación no hace sino acentuar la pérdida. La historia secreta es mi preferida: el virus de la narración. Luka Laban, policía estalinista, minucioso, ultraortodoxo, acaba contagiado por el arte, por la desbordante imaginación de Teja y sus amigos. El profesional podría ser la respuesta serbia al mito de Sherezade. Cuando Luka conoció a Teja propuso eliminarle: era un subversivo peligroso, había que quitarle de en medio. Pero Teja, borracho perdido, empieza a hablar, a narrar, y la ejecución queda postergada. Teja se pregunta cómo no logró verle a lo largo de tantos años de seguimiento, cómo no consigue recordar su rostro. Luka le cuenta que se transformaba cada vez, se disfrazaba de camarero, revisor de tren, vagabundo, hasta que su último disfraz se le pegó a la piel: a fuerza de trasnochar, de beber, de ir con artistas y escuchar sus historias se convirtió en Sherezade. El mejor Paul Auster o el mejor Kundera podrían haber escrito El profesional, una de las grandes comedias de la temporada. Hay que agradecerle al TNC este rescate, este descubrimiento. El texto está a un paso de la obra maestra. Para mi gusto, le sobran un poco los personajes de Marta (Montse Esteve), la secretaria de Teja, y el Loco (Albert Pérez), un escritor alucinado que aparece poco antes del final: la historia es tan poderosa que se sostendría perfectamente con el diálogo entre el editor y el policía. El rey de la función es el veteranísimo Jordi Banacolocha como Luka Laban, uno de los papeles de su vida, rebosante de ternura, fuerza, humanidad, dolor oculto. Pep Anton Muñoz, otro actor de campeonato, está excesivo por la línea de dirección de Magda Puyo, que se ha empeñado en convertirle en una especie de Dudley Moore a la catalana y marcarle un registro de farsa. Cuando llega la emoción la da toda, pero hay demasiados gags triviales y muecas innecesarias, y un efecto de magia en la apertura del baúl que sentimentaliza algo que no requería el menor subrayado. Siempre que veo esos cambios de tono, esos intentos de "hacerlo divertido", pienso que el director no tiene suficiente confianza en el texto ni en sus actores: aunque Kovacevic haya sido guionista de Kusturica, aquí está mucho más cerca de Chéjov. Pese a los desajustes, el montaje de El profesional convence, atrapa y fascina; llena y llenará el teatro, merecidamente. Y debería girar por toda España.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.