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Columna
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Los líos del PP

No pasa un día sin que el PP protagonice alguna disensión interna. La última, la dimisión del presidente del partido en A Coruña, Rodríguez Corcoba, por su exclusión de las listas para las elecciones autonómicas. No se trata, como se ve, de ninguna confrontación ideológica, sino de algo tan prosaico como el modus vivendi. Pero es que la política no se sustrae a las miserias de esta vida.

También en Castilla y León, bastión popular inexpugnable, por debajo de la incuestionable autoridad de su presidente, Juan Vicente Herrera, se producen tortuosos movimientos subterráneos. Me lo reconocía el otro día uno de los principales dirigentes del partido. Su máxima aspiración no era la de solventar esos enfrentamientos personales, sino simplemente que el PP conservase la mayoría absoluta en el parlamento regional. "Tenemos 48 diputados", razonaba, "y aunque bajásemos a 41 aún mantendríamos la mayoría".

Las cosas no están tan claras en Galicia. En la soledad política de un Partido Popular que ha concitado todos los otros grupos contra él, Manuel Fraga podría perder el gobierno autonómico si PSOE y BNG, aun sin Xosé Manuel Beiras, consiguen más escaños que él. El de Galicia, como hemos visto, es el máximo ejemplo de un PP camino de la disgregación en cuanto desaparezca la argamasa del poder. Los expertos avizoran en él el embrión de, al menos, dos partidos y medio. Por una parte, la facción rural y populista de los José Luis Baltar y José Cuiña, que sólo respetan el caudillismo terminal de Fraga. Por otra, el grupo urbano y centrista afecto a Mariano Rajoy y, a medio camino, los partidarios de Romay Beccaría.

Se podrá argumentar que también en el PSOE se producen movimientos centrífugos, incluso de bastante mayor calado, y que las contradicciones entre sus dirigentes marcan época. En efecto. Pero en el PSOE, amparado por su carácter federal, esas divergencias son algo habitual y hasta pueden cobijarse en corrientes internas perfectamente organizadas sin que llegue la sangre al río. La cultura del PP, en cambio, es muy otra. Aquella ingobernable sopa de letras que Manuel Fraga trató infructuosamente de gobernar bajo las siglas de AP, José María Aznar logró convertirla en una eficaz maquinaria electoral de férrea disciplina. Ahora, como resulta obvio, la situación es muy otra.

Pero el problema del PP, mírese por dónde, radica en otra parte. Simplemente, en dos millones de votos. Los de aquellos ciudadanos del centro político que son susceptibles de apoyar a ese partido o al PSOE, según quién les inspire eventualmente más confianza. Mientras la sombra de un Aznar despechado y radicalizado siga proyectándose sobre el proyecto popular, los votantes del centro no volverán a confiar en el PP. Lastimosamente para algunos políticos aún jóvenes, entre los que se incluye Ángel Acebes, por su imagen radical están condenados a una jubilación anticipada y forzosa si quieren que su partido recupere el poder alguna vez.

A escala de la Comunidad Valenciana, manteniendo nuestra habitual cuota del diez por ciento de todo lo español, estamos hablando de 200.000 votos. Eso es lo que parece preocupar al presidente Camps y no las desafortunadas afirmaciones públicas de unos u otros. Él, seguramente mejor que nadie, sabe que la contraposición de zaplanistas y campsistas sólo es una burda simplificación de complejas corrientes subterráneas en que se combinan lo personal, lo territorial y lo ideológico. En el PP que aglutinó Zaplana, al igual que Aznar en el ámbito nacional, han coexistido en sus mejores épocas democristianos y liberales, conservadores y socialdemócratas, ultras y regionalistas. Adóbese todo eso con valencianistas sobrevenidos, socialistas presuntamente conversos y cantonalistas a medio redimir. Complétese el cóctel con frustraciones personales, aspiraciones insatisfechas a cargos y demás patología individual y tendremos una radiografía aproximada de la situación.

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Sin embargo, nada de eso es inquietante mientras se mantenga el poder. Por eso, Francisco Camps no echa más leña al fuego de la disensión y, como el personaje de Tancredo, sabe que el toro de la crisis no le embestirá mientras se mantenga impasible. Al menos, así lo evidencian esas encuestas que maneja el Consell y que le otorgan aún una mayoría absoluta y, quizás tan importante como eso, una imagen de templanza, de moderación y de centrismo que no se corresponden con la actual del partido a escala nacional.

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