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Eva Yerbabuena resucita el flamenco clásico

La bailaora logra un éxito apoteósico en su regreso a Tokio tras 11 años de ausencia

Corren tiempos modernos en el flamenco: humo en el escenario, luces aparatosas, megafonías estridentes, taconeos interminables, golpes de efecto para turistas... Por eso cuando asoma el flamenco clásico con su eterna verdad de emoción y profundidad, sencillez y elegancia, la gente se vuelve loca. Eso pasó ayer en Tokio. Llegó Eva Yerbabuena, hizo así, y antes de dar siquiera un taconazo, el abarrotado Tokio International Forum era ya un manicomio. Los japoneses se rompían las manos a aplaudir; los españoles lloraban, hasta los músicos de la compañía estaban emocionados... El telón bajó seis veces y nadie se quería ir. La Yerbabuena no pudo contenerse y también echó su lágrima al saludar.

Un solo baile explicó mejor que nada la rabiosa modernidad del flamenco

Fue una noche única, de ésas que valen por 10 de petardazos y 20 de medianías mediáticas. Parece poco probable que las 1.500 personas que había en el teatro vuelvan a vivir una cosa así (juntas desde luego, no), esa tensión colectiva, ese silencio sordo, esa emoción atrapada, tantas ganas inexplicables de llorar y de reír a la vez.

Eva Yerbabuena volvía a Tokio, una ciudad clave en su carrera y su vida (aquí se vino a trabajar seis meses al tablao El Flamenco hace 11 años, de recién casada con su marido, el guitarrista Paco Jarana, siendo apenas nadie: "Nos casamos sin casa, y al volver la pudimos comprar", recordaba él tras el concierto), y agradeció la ayuda dejándose la piel en cada paso, derrochando flamencura y sabor en cada giro.

Sin demagogias ni jujanas, siempre por derecho y olvidándose de buscar los aplausos, bailando para dentro, improvisando mucho, haciendo música maravillosa con los pies, dejándose llevar por un grupo estupendo (magníficas las guitarras de Jarana y Manuel La Luez, y espléndido el cante de Enrique Soto, Pepe de Pura y Jeromo Segura), la artista granadina nacida en la emigración de Francfort en 1970 levantó un monumento en la soleá que duraría casi media hora pero que pasó volando; bailó con exquisita gracia y temple por granaínas y rondeñas con la bata de cola y sin dar un solo zapatazo pero con un fantástico despliegue de brazos y escorzos, y acabó con unos tangos llenos de alegría, solera y compás, a ritmo muy lento y entre suaves golpes de caderas y hombros.

El fin de fiesta fue otro lujo para la vista y los oídos, acostumbrados a la habitual y manida patadita por bulerías de compromiso: con los tres cantaores de pie, entregados, comiéndosela por martinetes y tonás, la Yerbabuena abandonó el escenario muy despacio, entre gritos de "ole" y "Eva", y con las gargantas de la gente saliéndose de las bocas.

Las viejas amigas japonesas de la bailaora acudieron al recital, y al acabar subieron a saludar al camerino. La bailaora Chizuku iba temblando y al ver a Eva le puso en el cuello el pañuelo que llevaba, las dos se abrazaron, se echaron a llorar, no sabían qué decir. Marta, la asistente de la artista, iba hecha una Magdalena por los rincones. Jeromo Segura sólo acertaba a murmurar: "Me he quedado mudo viéndola bailar por soleá". Y Jarana quitaba hierro con sorna granadina: "Hemos echao el ratillo".

Era la magia del flamenco antiguo resucitada.

La Yerbabuena trajo a Tokio las estampas añejas de Carmen Amaya y La Argentinita, el olor a tierra y sur de las fotos sepia de La Malena y La Macarrona, las hechuras de respeto y hondura de Rosario, la libertad creadora y el rigor de doña Pilar López.

Su lección de baile fue como un curso acelerado de flamenco para las entusiastas y, ayer, boquiabiertas aprendices japonesas, y para los más resabiados y escépticos aficionados: más allá de las zarandajas del duende y el misterio, vino a decir, hay una sola forma flamenca de bailar, de vestir, de andar y de peinarse; una única manera flamenca de subirse al escenario para ser libre en él, unas normas de estilo que es indispensable cumplir si se quiere innovar y ser moderno.

Quizá por eso un solo baile de la Yerbabuena (la soleá sobre todo, con su enorme carga de dramatismo, de tragedia viva; pero los demás también) explica mejor que cualquier otra cosa la rabiosa modernidad del flamenco, su condición de espectáculo íntimo, su carácter de lucha épica, ética y estética. Esa verdad sin relojes ni espejos se resume, quizá, en la fascinación que produce a cualquiera esa tensión sanguínea, artística, que no entiende de modas, ataduras comerciales, patrocinadores, gabinetes de prensa y vendedores.

En sus coreografías de grupo, en su manera generosa de integrarse, de dar sitio a los demás y de ser cómplice de ellos (según le enseñó su maestra Pina Bausch) tanto como en su baile individual, la Yerbabuena anda siempre en actitud de búsqueda, sigue el modelo inquieto, atemporal, del artista que se limita a ensayar, trabajar y buscar, y que, finalmente, o no, encuentra y sigue buscando, empujándonos a los demás a hacernos preguntas, a revisar los cánones con ojos diferentes, nuevos.

Bailaora menuda, de cuerpo poco atlético, brazos cortos y manos no especialmente flamencas, Eva Yerbabuena suple esas insignificancias físicas a base de honestidad y autoexigencia, con las viejas virtudes de la entrega y la afición, la naturalidad de cada movimiento, la ausencia absoluta de artificios, barbacoas y teatralidad postiza.

Ahí queda la fría Tokio convertida en fuego, rendida a su infinita variedad de posturas y requiebros, a sus juegos de niños, a su seducción a medias corralera y sofisticada, a su exhaustivo conocimiento de lo viejo, a su ingobernable maestría, a la clásica modernidad de Eva la Yerbabuena.

Eva Yerbabuena, en el Tokio International Forum.
Eva Yerbabuena, en el Tokio International Forum.CRISTÓBAL MANUEL
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