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VISTO / OÍDO
Columna
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Sequía: anales

"Los más ancianos de la localidad no recuerdan...", se decía en los periódicos; yo sí recuerdo sequías más duras que ésta, y restricciones de agua y de electricidad. Me agarró una, que empezó de pronto. Llovía mucho en Madrid y yo no tenía gabardina; otro pobre que estaba conmigo asilado en Informaciones me prestó la suya porque él tenía abrigo y paraguas. Siempre recordaré con emoción a don Juan Catena, que había sido propietario del primer País -republicano federal, tendencia anarquista- y estaba arruinado: ayudaba al chico pobre que era yo. Ah, yo también tenía abrigo: uno de mi padre, corto y ancho para mí: pero la fauna vestida madrileña era pintoresca. No cobré nada en ese periódico durante mucho tiempo; cuando pedí -no reclamé, claro-, me dieron cien pesetas al mes. Y cien más por cada artículo que me publicasen, dos o tres al mes.

Aquel dinerillo servía para muchas cosas, y no fue la primera comprarme la gabardina: un pluma, más bien (tenues coberturas de caucho: peso pluma). Una tienda chic de la calle de Alcalá. La única que había de mi tamaño me sentaba bien: me miré en un espejo y me pareció que yo era como un galán de cine (alguna me dijo que era como James Stewart: pobres chicas madrileñas de entonces). Me hicieron girar ante el espejo, y me encontré "divino", que se decía. Salí: el dependiente me decía al despedirme "parece que ahora ha escampado...". En efecto, una sola gota de agua cayó en mi pluma. No volvió a llover más. Había comenzado la sequía. Llegó a situaciones graves: cortaban el agua, y teníamos en la cocina de casa cacharros, barreños guardados. No había electricidad, porque toda era hidráulica. Seguramente, porque yo tenía gabardina, había empleado en ella un dinero necesario para otras cosas y había que castigarme. (Ah, don Juan Catena. En algún libro he contado su historia, creo. Le habían albergado en Informaciones por recomendación de Concha Espina, madre de Víctor de la Serna que, era el director propietario.Pero don Juan era anglófilo. Un día en que dio noticias de derrotas alemanas, Marqueríe -subdirector- le castigó: no podría entrar en la redacción, debía trabajar. Le mandó a la sala de administración, le pusieron una mesa y un mazo de cuartillas y le encomendaron copiar un grueso anuario -el Bally-Ballière-; al terminar la jornada llevaba sus cuartillas a Marqueríe, que las rompía y le decía: "Mañana, empiece otra vez". No duró mucho: se suicidó).

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