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Columna
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Senectud, egolatría

El título de esta crónica truca el compendio de trabajos que publicó don Pío Baroja, en 1917, un par de años antes de que yo naciera. Según el Diccionario de la Real Academia, egolatría es el amor excesivo de sí mismo y juro que no lo siento más que cualquier otra persona corriente y moliente aunque, atropellando la modestia que debería presidir nuestros actos, hable de mí a los sufridos lectores. Lo hago en día como hoy, pues mañana, martes, me cumplen dos tareas: cumplir 86 años y presentar un libro de memorias que, bajo el título Caso cerrado, lleva varias semanas a la venta y alude, genéricamente, al semanario El Caso, fundado el año 1952 y que algunos recuerdan. En ese volumen se reseña, como es lógico, la gestación y la historia de aquel periódico de sucesos que alcanzó tiradas nunca habidas en la prensa española, de cuya larga vida estoy muy orgulloso y su decrépita desaparición -ya en otras manos- me ha entristecido. En el texto se explica lo que significó una publicación de ese género en la España de la época y el esfuerzo meritorio de mantenerlo boyante bajo el peso genérico de una censura previa que condicionó a la prensa de ese periodo relatando, con sus grises y sombras, la pedestre y a ratos heroica realidad.

No chorreaba sangre El Caso porque estuvo "racionado" a un suceso mortal por número y quizás su perdurable mérito residió en alimentar y conservar la fidelidad de su clientela en tales condiciones. Un periodismo duro, exigente, difícil, surgido en la desolación informativa de una coyuntura histórica determinada, que entretenía la curiosidad -morbosa si ustedes quieren- de miles de lectores; escrito correctamente y con un firme y permanente objetivo: estar contra los malos, los asesinos, violadores, ladrones, timadores a menudo de guante y cuello blanco, relatando al público las cosas que pasaban y que podían decirse. Nunca disfrutó trato de favor, al contrario, hubo de remar contra la corriente de quienes soportan mal el éxito ajeno.

La historia de El Caso es sólo parte de la mía, transcurrida en tiempos excepcionales que me sacaron del encuadre de un ciudadano normal. Reformatorios juveniles para ahormar un carácter díscolo, la cárcel -por tirar octavillas antigubernamentales durante la República-, exiliado en el Berlín nazi y olímpico del año 1936 y el largo episodio de la Guerra Civil, en el lado nacional -o faccioso, como deseen-, con la familia partida en ambos bandos, algo que determinó el destino de muchas de ellas. El matrimonio a los 22 años, hijos, felicidades y tragedias, que de todo hubo. Singladuras de cabotaje por el entonces inexplorado Mediterráneo oriental, sanciones gubernativas, incursión en el negocio import-export, hasta la fascinante exploración del mundo taurino como apoderado de un novillero. Y el penoso ejercicio de la profesión periodística llevado a cabo con entusiasmo, director en muy temprana edad de un semanario de empresa, redactor del diario Madrid y el descubrimiento, azaroso como todos los hallazgos extraordinarios, de El Caso y su fulminante triunfo en todo el país. Secuela de aquel éxito fueron otras 10 o 12 publicaciones más, de varia fortuna, entre ellas Sábado Gráfico, que abandonó pronto su exitoso camino entre el público femenino para convertirse en un instrumento crítico apartidista, disconforme intelectualmente con la dictadura, sin servidumbres política ni servicios que reclamar. El libro se subtitula, con humor, Memorias de un antifranquista arrepentido.

Pretende ser el reflejo de una época a través de mi propia existencia, sin recurso a fuentes oficiales u oficiosas, ni investigación en archivos donde se encuentra lo que el archivador deseó que se conservase. Unas memorias escritas de memoria, donde, sin duda, existirán lagunas informativas, de apreciación o irremediable olvido. París, Budapest, Oriente Medio, proyectos de expansión a Cuba, poco antes de Castro y lo que es el conjunto de la vida de un individuo en este país durante tantísimos años y el recuerdo los gratos momentos, las aflicciones, sueños y esperanzas que sintieron los compatriotas, las generaciones que sobrevivieron en buena parte del siglo XX.

No es exactamente un acto de egolatría, pues, doblado el cabo de todas las tormentas, acaba viéndose uno con el espíritu crítico de quien hubiera querido ser mejor y reconociéndolo. Excúsenme el pueril acto de presunción autobiográfica. Escribir las memorias es como un parto tardío: difícil pero satisfactorio.

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