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Columna
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Código ético

Hay palabras, conceptos e ideas particularmente desaconsejadas para el discurso político. Una de ellas es la ética. Y no porque el estamento público -representantes y gestores- sea un compendio de sujetos bajo sospecha o proclives a pasarse la moral por la faja. No es eso, aunque el gremio ande bien surtido de los tales. Ocurre, sencillamente y como todo el mundo sabe, que el oficio es una mixtura de generosidad y pillerías en partes desiguales. Tanto es así que resultaría prodigioso señalar un político que no haya pecado de amiguismo u otras debilidades más o menos graves. De ahí que apelar a la ética resulte políticamente tan arriesgado como jugar con fuego.

Estos días pasados el portavoz socialista del Ayuntamiento de Valencia, Rafael Rubio, ha desdeñado esta observación elemental, proponiendo una especie de código ético que, al parecer, acabará cuajando en un código del buen gobierno de la ciudad. No he podido hallar más precisiones acerca de su intríngulis, del que probablemente tendremos noticias cuando los ediles se pongan a la faena. En realidad, algún acuerdo habrán de sellar los partidos mayoritarios del consistorio porque es alarmante cómo se están crispando sus relaciones. Por lo demás, a nuestro entender, al margen de las normas de cortesía, los únicos códigos aplicables habrían de ser el Penal y las leyes anticorrupción.

Pero ocurre que se ha mentado la bicha, esto es, la ética, y el concejal del PP Miguel Domínguez, como si hubiese sido personalmente injuriado, ha replicado con una imprevisible mordacidad. Los socialistas valencianos, vino a decir, son los menos indicados para dar lecciones de ética, pues han tardado 20 años en descubrirla. Con lo cual nos pone en el brete de evocar qué maldades son imputables a dicho colectivo de la oposición y, todo al tiempo, echarle un vistazo a la ejemplar trayectoria del partido gobernante en la Generalitat. ¿Y qué nos hemos encontrado? Pues que el partido de la alternativa se ha ganado el purgatorio en que está, y, por su parte, el PP tiene acopiado un montón de basura que conmina, cuando menos, a la prudencia si se porfía moralmente.

No vamos a improvisar un vademécum de las irregularidades que emergen y se divulgan -las hay que no se divulgan, claro- estos días, pero el pío munícipe no puede ignorar la fetidez que desprenden las trapisondas de las Diputaciones de Castelló y Valencia, las alcaldadas de La Vila Joiosa, los rocambolescos emolumentos pagados al preparador físico del ex presidente Eduardo Zaplana, el informe gratuito pagado por el consejero de Agricultura, el mogollón de deudas acumulado por este Gobierno, el rechazo sistemático de comisiones de información en las Cortes y en su mismo consistorio, los abundosos casos de nepotismo, el auge del "pelotazo" inmobiliario y etcétera. Un pliego de cargos que deslegitima la acusación contra los socialistas e invita, como mínimo, al examen de conciencia, con o sin dolor de corazón.

No está en nuestro ánimo administrar moralina y tenemos dicho que la política anda a menudo maridada con la prevaricación y la trampa, por lo que el mejor remedio es el banquillo de los acusados y el trullo, si a ello ha lugar. Lo absurdo y patético es creer que sólo los otros, los enemigos, son reos, cuando lo cierto es que, excepción hecha del clan monacal de EU, en todos los partidos cuecen habas y será cosa de ver en qué acabarán si no se pone coto a la voracidad o epidemia inmobiliaria. ¿Ética? ¿Deontología? Luz, taquígrafos y grilletes.

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