Las artes en el Consejo
Estos días muchos ciudadanos de Cataluña se preguntan sobre el Consejo de las Artes y la Cultura, acerca de su contenido, su organización y su posible eficacia. De los tres aspectos, el comisario Josep Maria Bricall ha dado explicaciones precisas y convincentes y ha subrayado muy bien los aspectos positivos de todo el proyecto: la independencia de criterio respecto a los partidos políticos, la objetividad racional en las decisiones a partir de análisis cualitativos y cuantitativos, la definición de las responsabilidades en los apoyos económicos, humanos e instrumentales según tres categorías bien definidas, la garantía en la calidad de la producción, la forma de elegir los 14 miembros independientes de la comisión y los tres representantes políticos, etcétera. Me parece un conjunto de medidas orientadas a la superación de la arbitrariedad -a menudo partidista- con que durante tanto tiempo se ha resuelto el asunto de las subvenciones culturales sin demasiadas garantías de que respondieran a un plan político conjunto y coordinado. Si va adelante ese consejo estaremos seguros del acierto y la oportunidad de los criterios y, por tanto, de la eficacia de los apoyos a las diversas actuaciones, tanto las que provienen de la masa social como las propuestas por las propias administraciones.
El Consejo de las Artes y la Cultura no será eficaz si no cuenta previamente con un programa de prioridades culturales
Pero no pienso que el Consejo de las Artes pueda resolver por sí solo toda la complejidad de la política cultural de un país. Ni creo que se lo proponga. Esta entidad puede ser un buen instrumento para aplicar una política cultural y limpiarla de desviaciones aculturales, partidistas o clientelistas. Quiero decir que el Consejo de las Artes no tiene como finalidad la definición previa de un programa cultural cohesionado en todos los ámbitos, un programa sobre el que hace años nos cuestionamos inútilmente todos los catalanes sin que nunca nos contesten. No cometeremos ahora el error de poner en marcha un posible instrumento eficaz sin explicar, antes o al mismo tiempo, qué contenido le encargamos, sin exigir que el Gobierno de la Generalitat haga públicos los objetivos de la política cultural que quiere desarrollar. Ya sé que los tres partidos que componen el Gobierno -y también los de la oposición- presentaron sus programas culturales en campaña electoral, pero aquellas escuetas ideas, ciertamente oportunistas, deben convertirse ahora en un programa concreto de prioridades con toda la carga política inevitable y deseable. Sólo con ese programa político claro y contundente será posible que el Consejo de las Artes actúe con la neutralidad, la racionalidad y la objetividad al margen de partidismos, tal como proclama como una de sus virtudes funcionales. Para despolitizar la gestión hay que partir de unas ideas políticas muy claras.
Esta base programática es indispensable y urgente por razones generales, pero también para la correcta estructura del Consejo de las Artes, que será muy distinta según sea aquel programa. Es difícil, por tanto, cualificar definitivamente la propuesta de esa entidad si no conocemos los contenidos y las intenciones que los justifican. Hay muchos asuntos que pueden obligar a cambios estructurales y a excepciones o modificaciones de trámite. Uno de ellos es el de la relación funcional entre cultura y educación. Sin duda es difícil -y quizá extemporáneo- hablar de programas culturales en un país que tiene un programa educativo tan endeble y, en muchos aspectos, tan ineficaz. Hay que reconocer, no obstante, que la cultura puede ejercer en algunos puntos un papel educativo complementario con la creación de ambientes empáticos -conferencias, museos, conciertos, etcétera-, aunque no será nunca enteramente sustitutorio. Por tanto, hay que tener un criterio ordenador en esta compleja relación entre la cultura y la educación y en la eficacia de sus interferencias posibles. ¿Las decisiones del Consejo de las Artes abarcarán programas educativos, intervendrán en la creación de un público y unos actores en los distintos peldaños de la enseñanza, desde la primaria hasta la Universidad, o responderán sólo a unas ofertas desligadas de esa realidad, o asumirán el papel sustitutorio en las deficiencias educativas? Y si esta relación es inevitable, ¿es correcta la estructura del Consejo y el funcionamiento previsto?
Otro asunto es la definición del campo de decisiones de esta entidad, que en teoría tendrá que alcanzar la doble denominación autoimpuesta: Artes y Cultura. Parece cierto que la temática de las artes -desde la literatura hasta la plástica, desde el cine hasta el diseño- está claramente integrada en sus objetivos, incluso de manera casi exclusiva. Pero, ¿qué ocurre con los demás campos culturales, como, por ejemplo, la ciencia y la tecnología? ¿Corresponden también al Consejo de las Artes esas culturas? ¿O la palabra cultura está utilizada en esta nominación grandilocuente sólo para no magnificar tan aisladamente los problemas específicos de los artistas, a menudo menos trascendentales que los de los científicos, huérfanos de soporte para sus investigaciones? De momento, la investigación científica y tecnológica se cobija en departamentos próximos a la Universidad. ¿Es esto correcto y suficiente cuando sabemos que es una actividad que reclama cambios más radicales que la de los artistas y necesita colaboraciones complejas y a menudo demasiado contaminantes como la de la gran industria correspondiente, mucho más que las llamadas industrias culturales? ¿Por qué hay que crear un consejo para los artistas y no para los científicos? ¿Son demasiado caros o es que hay que olvidarlos en la indefinición de la Universidad? Falta, por tanto, una declaración de principios, un manifiesto político sobre las prioridades culturales que permita justificar la eficacia instrumental del Consejo de las Artes con el desarrollo de un contenido, de un programa político previo.
Oriol Bohigas es arquitecto.
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