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Fuera de control

El urbanismo está fuera de control. El proceso de transformación de suelo rústico para usos residenciales ha alcanzado un ritmo tan vertiginoso en España que incluso ya comienza a ser motivo de preocupación entre autoridades y organismos medioambientales de la Unión Europea. Y la preocupación guarda relación con el fondo y con las formas. Con el fondo, por cuanto preocupa hasta qué punto el modelo de crecimiento disperso y de ocupación desordenada y depredadora del territorio, especialmente en áreas litorales y periurbanas, se aleja de las directrices europeas que apuestan por la gestión prudente del territorio y de los recursos y puede hipotecar el futuro. Y con las formas, por cuanto las evidencias dejan pocas dudas acerca de la existencia de colusión de intereses, de confusión entre público y privado, de tráfico de influencias, de utilización de información privilegiada para especular, de corrupción en definitiva.

Esta situación ha alcanzado niveles de gravedad extraordinaria en la Comunidad Valenciana. Durante los últimos años el urbanismo se ha convertido en una maquinaria formidable de hacer dinero fácil y rápido. Y conviene no olvidar que las previsiones apuntan hacia el mantenimiento del sector de la construcción como uno de los ámbitos de la actividad económica con mayor proyección futura. Algunas estimaciones recientes indican que las previsiones de crecimiento de nuevas viviendas en el litoral de la Comunidad para los próximos diez años podrían alcanzar casi los dos millones.

Las razones que ayudan a explicar este escenario son diversas. De una parte existe una demanda solvente (nacional y comunitaria) de vivienda principal y secundaria que encuentra un entorno y unas condiciones climáticas excelentes. Y de otra, existe una presión incontenible desde abajo para que los terrenos de uso agrícola sean transformados para usos urbanos y residenciales. Esta situación evidencia la existencia de problemas estructurales que no tienen fácil solución y sobre los que conviene hacer análisis sosegados y de medio plazo.

Evidencian, sobre todo, síntomas de agotamiento de un modelo productivo y de falta de criterio y de consenso acerca de alternativas de futuro. En ese contexto incierto y de crisis de sectores industriales tradicionales y del sector agrícola, el turismo y la construcción son ahora los motores de la economía regional. Los propietarios del suelo agrícola (de los que sólo una minoría son agricultores que además ya no tienen garantizada la sucesión) ven en la recalificación del suelo la opción más rentable para obtener unos ingresos tan importantes como impensables. En este caso, salvo que el conjunto de los poderes públicos delimite espacios para ser conservados, les otorgue la calificación de bien público y establezca mecanismos de compensación, la batalla entre conservación o recalificación es desigual y además está perdida. Por su parte, muchos ayuntamientos también encuentran en la urbanización una vía de obtención de ingresos necesaria para atender muchas necesidades (sean o no de su competencia) y para afrontar muchas iniciativas que de otra forma les resultaría imposible dada la insuficiencia de la financiación ordinaria.

En un contexto como el descrito los discursos productivistas y desarrollistas encuentran una acogida perfecta. Por otra parte, cualquier medida orientada a la paralización de la actividad en la construcción en un contexto como el presente debe ponderar los efectos globales en materia de empleo. Una moratoria urbanística, por ejemplo, tendría repercusiones medioambientales muy positivas, pero podría acarrear consecuencias económicas y sociales negativas. Y conviene recordar, más allá de la pura dimensión electoral, que cualquier estrategia de desarrollo sostenible debe atender de forma equilibrada a los tres pilares que dan sentido a la cohesión territorial: crecimiento y competitividad de la actividad económica, cohesión social y gestión prudente del territorio y de los recursos renovables y no renovables. Y ninguno de los tres pilares debe tener prioridad sobre los otros.

Sin embargo, el desgobierno territorial, las prácticas irracionales en el uso del territorio y la falta de coherencia y de coordinación son la norma, más allá y al margen de orientaciones políticas. Y esa dinámica territorial, claramente insostenible, desbocada, favorecida por una aplicación perversa de la legislación, en la que la política sigue al dinero y no a la inversa, compromete muy seriamente el futuro colectivo, puesto que amenaza con deteriorar de forma irreversible aquellos elementos que son nuestros activos más importantes. Una simple mirada a la geografía de los conflictos territoriales y de los casos de colusión de intereses más recientes, permite constatar que no es una cuestión de adscripción política, sino que las dinámicas territoriales insostenibles hunden sus raíces en contextos locales propicios para este tipo de prácticas. Si exceptuamos ejemplos recientes como el de Dénia (con su simbólica e inédita manifestación de promotores y constructores contra una corporación que únicamente pretende introducir un poco de sensatez en el desarrollo urbanístico) la relación de municipios en los que se promueven iniciativas que van desde la irresponsabilidad al puro dislate es interminable. Y en esa relación encontramos ayuntamientos con gobiernos conservadores y progresistas cuyas prácticas y propuestas hacen palidecer al período más exagerado del desarrollismo franquista.

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No es una tarea sencilla, pero el país necesita unas bases mínimas de ordenación territorial que afronten la transición hacia un nuevo modelo económico y cuenten con el consenso político y social necesario. Creo que constituye uno de los desafíos más importantes que tenemos como colectividad. Se trata de definir qué modelo territorial queremos, qué directrices básicas deben orientar la acción de los gobiernos (locales, regional y central), y cómo avanzar en la construcción de un discurso colectivo capaz de superar la visión coyuntural, la preferencia por lo inmediato y la querencia por la cultura de "ir tirando". También, y sobre todo, cómo articular ese modelo territorial que exprese un acuerdo sobre el futuro, partiendo de la consideración del territorio como recurso, patrimonio, paisaje, bien público, espacio de solidaridad y legado. Que apueste por un modelo de gestión territorial que garantice la sostenibilidad ambiental, la eficiencia funcional y la cohesión social. Que refuerce modelos de urbanización caracterizados por la calidad territorial, la compacidad, la coherencia, la coordinación y la cooperación y la conectividad. Y por supuesto, un modelo en el que los tiburones solamente vivan en el museo Oceanográfico y los piratas en alguno de los innumerables parques temáticos con los que ya contamos. En esta tarea colectiva el proceso de maduración del conjunto de la sociedad, el progreso de valores y de una cultura democrática madura y la existencia de acuerdos en lo fundamental es más importante que la existencia de normas y regulaciones.

Joan Romero es Catedrático de Geografía en la Universitat de València.

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