Buena gente
Buena gente: los vecinos emplean siempre la misma expresión para referirse, con rictus de sorpresa, al carnicero que esta mañana ha degollado a su mujer y sus tres hijos sin despeinarse el flequillo, y que les devolvía cortésmente el saludo siempre que se cruzaban con él en la escalera. Buena gente: adjetivo y sustantivo aparecen empalmados también cuando la televisión acude a interrogar a los inquilinos del inmueble en el que hasta ayer estuvieron refugiándose un banda de peligrosos terroristas, de esos que no temen convertir un colegio entero en carne picada si es por el buen apetito de Dios o de la Patria, y el rostro de la ancianita del primero reflexiona apreciativo sobre si se estarán refiriendo al mismo individuo que la ayudaba a aupar el carrito de la compra por los tres escalones del portal, y el caballero del bajo se pregunta si se tratará del mismo joven atento que tuvo a bien remendar los contadores de agua de la comunidad sin remuneración a cambio, así, por el favor. Pues sí, era el mismo, y era buena gente. A mí la experiencia me ha mostrado que, contra el pronóstico de los pesimistas y los divulgadores del Apocalipsis, la buena gente abunda como los cardos: no me cuesta encontrar buena gente en la barra del bar que invita a sus compañeros de trabajo al café cuando los otros no llevan suelto encima; no es difícil ver a desconocidos que descienden de su asiento en el autobús con objeto de cederlo a otra persona condenada a muletas. La expresión castiza "buena gente" delata simplemente eso: trato agradable, cuidado por el detalle, cierta combinación de generosidad y oportunismo que nos hace pensar que el prójimo merece una palmada en la espalda y que no nos importaría pasar un mediodía con él tomando cerveza y compartiendo conversaciones sobre fútbol. El problema consiste en que ser buena gente no se encuentra reñido ni muchísimo menos con ser un canalla de campeonato.
Toda esta meditación moral y de costumbres sobre dos palabras que se repiten tanto en las bocas de los andaluces me ha venido a las mientes cuando le oído declarar a Monseñor Amigo Vallejo, arzobispo de Sevilla, que el nuevo papa, Benedicto XVI, es muy buena gente. Con esa denominación buscaba despojar las dudas y los recelos de quienes ven en él al doberman de Cristo, pero a mí no me ha tranquilizado en absoluto. No me cabe la menor duda de que Monseñor Amigo ha hablado con sinceridad y de que Ratzinger será eso, buena gente, y que habrá sonreído a los chistes en la conversación de la merienda y le habrá preguntado con un poco de amable ironía si los andaluces tocan todos la guitarra, etcétera. Pero no buscamos las bondades domésticas en este caballero que tiene sobre sí la tarea de orientar las aspiraciones éticas y religiosas de un buen porcentaje de la humanidad, y de liberar a la Iglesia de espinas tan dañosas como la sumisión al capital, la ceguera en cuestiones de materia sexual o su alineamiento del lado de las ideologías que peores servicios han rendido a la libertad y la conciencia de los hombres. Creo que a un papa, y más en los tiempos que corren, en que hasta su coronación se hincha mediáticamente como la boda de un torero, hemos de pedirle mayores responsabilidades que la bonhomía delante de un cruasán: para ser bueno de verdad maneje las riendas con tino, y no ría los chistes si no le da la gana.
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