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A PIE DE PÁGINA

Asfixiado por barro y hojarasca

Una inmensa asamblea de académicos, historiadores, sociólogos, especialistas y eruditos apretujados en los graderíos de un anfiteatro más vasto que todos los estadios deportivos del mundo juntos, se disputaba a gritos, acompañados de muecas y ademanes desdeñosos e incluso ofensivos, sobre el contenido real del libro y el presunto carácter de su asendereado protagonista.

¿Era don Quijote un anarquista contrario a la corrección política y enamorado de la libertad?; ¿un símbolo del desencanto nacional?; ¿la alegoría de la España de su tiempo?; ¿un realista avant la lettre, precursor de los padres del socialismo científico?; ¿la encarnación de la Biblia nacional española?; ¿un audaz explorador del fecundo territorio de la duda?; ¿la fórmula y cifra del carácter de un pueblo?; ¿el culpable de la apatía de la imaginación, a la que cortó inadvertidamente las alas?; ¿una síntesis de Cristo, el Cid, Loyola y Pizarro?; ¿un héroe anticlerical, evangelista y anagramático?; ¿el causante de la decadencia y ruina de su patria?; ¿un enemigo del mercantilismo, del sentido común y de la razón plebeya?; ¿una prefiguración de la democracia y de la libre empresa?; ¿un lector en clave de la Cábala?; ¿el emblemático -sí, con esa repulsiva palabreja- caballero cristiano que somete a Cristazo limpio a cuantos se oponen a su rectilínea voluntad de imperio?

Diez mil libros y el triple de tesis que repetían lo mismo y lo opuesto sobre Cervantes

El griterío académico y universitario arreciaba, pero alcanzó a entender que, tras mucho vestir y desvestir, articular y deshacer a su desdichada criatura, la emprendían con él, el Manco de Lepanto, inmortalizado o más bien petrificado en infinidad de bustos y estatuas grotescamente diseminadas por todo el territorio de la lengua.

¿Quién era él?; ¿el prófugo acogido a la protección de un malfamado cardenal romano?; ¿un soldado ejemplar?; ¿el cautivo de Argel fascinado por Hasán Bajá y su corte de renegados y burdajes?; ¿el ambiguo ocultador de sus inciertos deseos?; ¿el cristiano nuevo al que se le denegó el permiso de emigrar a América?; ¿el recaudador de alcabalas encarcelado por deudas?; ¿el enamorado del Renacimiento y de la prosa petrarquista?; ¿el dramaturgo frustrado por el poder caciquil del Fénix de los Ingenios?; ¿el comerciante fracasado, incapaz a sus cincuenta años de levantar cabeza?; ¿el erasmista, el criptojudío, el católico sincero?; ¿el personaje huidizo y proteico, a quien ningún biógrafo logra apresar?; ¿un ingenio lego, ajeno a la grandeza de su propia creación?; ¿el perforador de ese pozo artesano cuyo inagotable caudal llega hasta nosotros a través de los siglos?; ¿el testigo irónico de la condición humana y del Gran Teatro del Mundo?; ¿el inventor de la novela moderna?; ¿el que saltó de la estéril Mancha peninsular a la del Canal para diseminar su semilla en la literatura europea?; ¿el agrimensor del campo de maniobras en el que todos los narradores de fuste cervantean?; ¿un hombre de carne y hueso?; ¿un ser de papel?; ¿una pura entelequia?...

Preguntas, hipótesis, teorías, propuestas...

Un aluvión de barro y hojarasca le recubrió hasta asfixiarlo: diez mil libros impresos, el triple de tesis y tesinas, decenas de millares de entradas en la red, millones de glosas que repetían lo mismo y lo opuesto, infinitos ciclos de conferencias y mesas redondas de eruditos pendencieros.

¿Cómo librarse de la asfixia y escapar de semejante pesadilla?

Gritó, gritó y gritó.

Cuando despertó ya no era Cervantes ni el padre de su atribulada novela.

FERNANDO VICENTE

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