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De fracasos y retos

Si en política el éxito o el fracaso se miden por lo cerca o lo lejos que uno queda de los objetivos fijados previamente, entonces es innegable que el pasado domingo Juan José Ibarretxe sufrió un serio tropiezo: trataba de aproximarse a la mayoría absoluta, y se ha distanciado de ella; quería fortalecer el proyecto de nuevo estatuto político que lleva su nombre, y éste sale de las urnas debilitado. Debilitado no porque los votos que le son adversos hayan crecido (los dos grandes partidos estatales, PP y PSOE, suman el 39,9% de los sufragios emitidos, cuando en 2001 alcanzaron el 41%), sino porque el lehendakari no ha conseguido repetir aquel pleno de los suyos que logró cuatro años atrás. De las 600.000 papeletas que recogió entonces, unas 100.000 no han visto el audaz plan Ibarretxe con suficiente entusiasmo como para acudir al colegio electoral a refrendarlo, y a otras 40.000 les ha sabido a poco, por lo que han votado a Aralar o a EHAK. Así sucede siempre con los partidos catch-all: que pueden perder votos -o ganarlos- por ambos flancos. En el caso del Partido Nacionalista Vasco, además, su compleja estructura de liderazgo le hace todavía más sensible a ciertas turbulencias; y es evidente que el antiguo binomio Arzalluz-Ibarretxe no es lo mismo que el nuevo tándem Ibarretxe-Imaz.

Registrar el fracaso relativo del lehendakari Ibarretxe, sin embargo, no debe impedirnos reconocer el fracaso absoluto de José María Aznar. Sí, de Aznar, de la política vasca que Aznar capitaneó desde el Gobierno, y que el Partido Popular de Rajoy ha seguido aplicando hasta ahora mismo. Una faceta de esa política -la que tuvo su cenit en la campaña electoral de mayo de 2001- consistía en aplicar a la complejidad de Euskadi el maniqueísmo más extremo (aquí hay que escoger "entre las víctimas y los verdugos", clamaba Jaime Mayor Oreja), en describir al Gobierno de Vitoria como una dictadura seminazi, en asimilar sistemáticamente nacionalismo con terrorismo ("ETA y el PNV son enemigos del pueblo vasco", sentenció Aznar). Tal discurso, amenizado por una selecta orquesta de intelectuales, repetido durante meses desde Radiotelevisión Española y desde muchos medios privados, y asumido también por un PSOE seguidista y desnortado, tenía como objetivo derrotar al nacionalismo en las urnas. ¿Y cuál fue su resultado? Pues fue que, tensionada por la agresividad verbal y la prepotencia mediática del españolismo, la sociedad nacionalista vasca se movilizó casi hasta el último elector, cerró filas en torno a su principal referente político... y dio a PNV-EA la victoria del 13 de mayo de 2001, base y trampolín del posterior plan Ibarretxe.

¿Cómo han obrado esta vez el Gobierno de Rodríguez Zapatero y el Partido Socialista de Euskadi? Volviendo del revés el modelo Aznar-PP de 2001, haciendo exactamente lo contrario. Es decir, un discurso relajado, suave, conciliador, que habla de "paz, concordia y más autogobierno", que evita convertir a los adversarios en enemigos y rehúye el concepto de bloque constitucionalista. Obsérvese con qué cuidado los socialistas vascos y no vascos han mantenido lejos de los focos de la campaña, esta primavera, a personajes anclados en la desastrosa estrategia bipolar (Nicolás Redondo Terreros, Rosa Díez...) o a pirómanos identitarios del tipo de Rodríguez Ibarra. Y qué discreta presencia preelectoral han tenido los Azurmendi, Juaristi o Savater, tan estelares -como diamantes del broche que unía a PSOE y PP- en los anteriores comicios.

¿El resultado? A un menor enfrentamiento ideológico, al enfriamiento del clima sociopolítico vasco, al eclipse de la amenazadora tenaza PP-PSOE ha respondido un grado también inferior de movilización en las filas nacionalistas. Libres del síndrome de fortaleza asediada, éstas se han relajado y dispersado más..., como consecuencia de lo cual PNV-EA retroceden hasta los 29 escaños, y el PSE se erige en determinante.

Derrotado en la liza electoral de mayo de 2001, Aznar desplazó el centro de gravedad de su política vasca hacia la Ley de Partidos de 2002, que debía servirle para invalidar a la porción más radical del electorado nacionalista vasco. Pero ha sucedido lo que suele ocurrir cuando se expulsa a la realidad por la puerta: que regresa por la ventana. En este caso, por la ventana del Partido Comunista de las Tierras Vascas (PCTV), una sigla que, sin programa conocido ni apenas campaña, consigue nueve diputados. ¿Gracias a un oscuro contubernio rojo-separatista? Más bien gracias a las garantías del sistema democrático y a la cortedad de miras del presidente de honor del PP. Después del 17 de abril, la Ley de Partidos Políticos se ha convertido en un artefacto inservible, y el excluyente Pacto Antiterrorista que la engendró es un enfermo terminal, aunque ninguno de los dos firmantes quiera aplicarle la eutanasia.

Pero además de certificar fracasos, las elecciones vascas del pasado domingo también plantean algunos importantes retos. Frente al inmovilismo de Rajoy y María San Gil, Patxi López y, sobre todo, el presidente Zapatero han propuesto a los vascos la "vía catalana" para ampliar su autogobierno. Que ésta no sea una vía muerta se convierte, pues, en una cuestión de Estado, que pondrá a prueba tanto las convicciones como los intereses del PSOE. Después de años de puja nacionalista, el PNV e Ibarretxe -no sé si por este orden- se ven abocados a una cura de humildad y de realismo que no va a serles fácil. Y la llamada "izquierda abertzale" tiene, en su nuevo rostro legal, una gran oportunidad de mostrar madurez e independencia.

De momento, los Federico Jiménez Losantos, Edurne Uriarte y César Alonso de los Ríos están histéricos, y Aznar habla de "una gran tragedia para España", lo cual son excelentes augurios. Y la flor que Rodríguez Zapatero tiene allí donde la espalda pierde su honesto nombre, esa sigue inmarcesible.

Joan B. Culla i Clarà es historiador.

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