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Columna
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Circo

Antes que en la portada que iba creciendo como un incendio, antes que en los esqueletos de las casetas que ya empezaban a recubrirse de piel y toldos, antes, incluso, de esos coches de caballos que recorrían borbónicamente ciertas calles del centro, la llegada de la feria en la Sevilla de mi niñez se anunciaba en los carteles del circo. En esquinas insólitas de la ciudad, sobre postes y fachadas y muros con soriasis aparecían de pronto aquellos catálogos de colores chillones con letras de molde, donde se retrataban criaturas que violaban alegremente el etiquetado de la naturaleza o héroes llenos de vello dispuestos a arrostrar la rabia de las fieras dentro de una prisión de barrotes. Hoy, paseando, me doy cuenta de que los reclamos no han variado y de que los circos que desembarcan cada año en el real siguen proclamando las mismas, rutinarias maravillas: si antes fue el ligre, simbiosis de tigre y león que probablemente debiera más a los tintes químicos o a la peluquería que a dos cigotos mal cruzados, ahora es otro contradictorio monstruo, el grelión, el que trata de confundir a los biólogos que acuden al espectáculo. Por lo demás, se repiten las fotografías de las vedettes encaramadas a lomos de elefantes que entrecierran los ojos con paciencia, y las de esos payasos embetunados que todavía apelan a estratos de nuestro sentido del humor que nadie sondea desde los Hermanos Marx y Buster Keaton.

Cerca de mi casa, en un descampado, a veces se elevaba la carpa de un circo de poca monta, de esos que la necesidad hacía rodar de verbena en verbena y terrario en terrario, y yo me aproximaba a espiar las instalaciones camino del colegio para retirarme al poco con una combinación de vergüenza y pesar. La imagen del circo se confundía en mi recuerdo con aquellas evidencias desagradables que yo había reunido a toda prisa, con miradas furtivas: el olor a orín y excrementos de los animales, un hombre tostado con pantalones de clown y sin camiseta que se abría un botellín de cerveza con los dientes, una pantera con los ojos nublados que se adormecía en el interior de una jaula, lejos de la jungla, de los pastos, de la felicidad. Durante mucho tiempo, siglos enteros, el circo supuso una vía de escape, una promesa de libertad y de horizontes desconocidos para todos los niños y adultos que languidecían en las ciudades, anestesiados, como la pantera, por el ejercicio de la rutina y las conveniencias sociales. Cuando Alexander Ekdahl, el personaje de Ingmar Bergman, fantasea con que sus padres le vendan a un circo de gitanos para recorrer el mundo de la mano de una princesa acróbata, está viendo en él el exacto reverso de su miserable vida de huérfano: paisajes tibios frente a la frialdad repetitiva del invierno en Estocolmo, amigos y parientes recién estrenados contra la tiranía del obispo con que amenaza casarse su madre. Pero hoy, las tecnologías y los avances han despojado al circo de su aura de suceso extraordinario para convertirlo en una rareza cruel, en una caricatura de las ilusiones de antaño. Pocos espectadores se deslumbrarán ya ante el exotismo del grelión después de la oveja Dolly y los ratones con orejas injertadas, pocos entusiastas jalearán a Spiderman o a La Masa mientras ambos combaten encima de una red, ahora que el cine nos ha habituado a superpoderes que envidiarían ciertas divinidades.

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