El cantautor Bruce
Bruce Springsteen encarna con tal rotundidad el arquetipo de rockero titánico que se suele olvidar su segunda vía de expresión: la de cantautor, cercano al modelo reporteril de un Woody Guthrie. Su primer LP le mostraba como un singer-songwriter dylaniano, que superpuso una banda de rock en verbosas canciones que podían defenderse con guitarra de palo y armónica. Aunque el segundo LP fuera más Van Morrison que Dylan, nunca renunció a la vena de folksinger. Ya establecido como megaestrella, Bruce ha dado salida a esa querencia de narrador-con-guitarra, que además le permite el lujo de grabar en casa y prescindir del circo del rock. Lanzó Nebraska en 1982 contra la voluntad de CBS. Su continuación fue The ghost of Tom Joad (1995), sin olvidar partes de Túnel of love (1987) o de Lucky town (1992).
Es su modo preferido cuando quiere ser el John Steinbeck o el Walker Evans del tiempo que le ha tocado vivir: cronista de los rincones oscuros del sueño americano. Aunque, ay, olvida voluntariamente el lado pícaro o lúdico de un Guthrie o un Leadbelly. Dust and devils le sitúa plenamente en esa tradición de trovador sobre ruedas. El autor evita mencionar la etiqueta folk -comercialmente, venenosa- y prefiere hablar de patrones country, country de historias con acompañamientos mínimos. Se trata de un Springsteen muy seguro de sus poderes, incluyendo su gancho comercial. Para la actual gira, ha cambiado los teatros de 1995-1996 por auditorios más impersonales. ¿Un riesgo? Sí, pero Bruce ha establecido tal complicidad con sus oyentes que le celebran incluso cuando no toca música para menear el culo.
Babelia
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