Clapton: del 'blues' clásico al desmadre eléctrico
Robert Johnson llevaba siete años muerto cuando Eric Clapton nació, en 1945. Los misterios de la atracción: el inglés confiesa que creció, musical y emocionalmente, a partir del legado del enigmático bluesman sureño, del que no se difundieron fotos hasta finales de los ochenta. Aun sin ponerle cara, lo (poco) que se sabía fascinaba: el guitarrista torpe que, tras retirarse de la circulación, reapareció exhibiendo habilidades extraordinarias, que sus coetáneos atribuyeron a un pacto con el Diablo en un cruce de caminos; el refundidor de hallazgos de Son House, Charley Patton, Kokomo Arnold o Lonnie Johnson; el seductor que murió horriblemente, envenenado por una mujer despechada o un marido celoso. En 1990, se juntó todo lo registrado por Johnson -29 temas y 12 de las tomas alternativas- en The complete recordings, doble CD que obtuvo ventas prodigiosas: nunca se subestime el poder de una leyenda ni la sed de autenticidad en tiempos plásticos. Tal éxito generó una avalancha de lanzamientos, desde discos que relacionan a Johnson con sus maestros hasta exploraciones de su cancionero a cargo de devotos contemporáneos.
El disco johnsoniano de Eric Clapton es un acto de vasallaje, al que cabe reprocharle su inconcebible tardanza. Eric fue de los primeros: desde 1966, recreó piezas de Johnson, con John Mayall o Cream. Piezas que no incluye entre los 14 cortes de Me & Mr. Johnson, como si quisiera aprovechar para profundizar aún más en el misterio: incluso se deleita con They're red hot, esa festiva anomalía en el repertorio oficial de Robert. Se lleva esas canciones hacia Chicago, por la ruta de Muddy Waters y otros: son blues urbanos, anclados por ritmos rudos, azuzados por una armónica distante, con guitarras que rara vez despegan de su función orgánica. Manda sobre un sexteto respetuoso, con un Billy Preston controlado y un Doyle Bramhall II que esculpe musculosas partes de guitarra slide.
Unos meses después de Me & Mr. Johnson, remata su obsesión con Sessions for Robert J: un combo -CD más un DVD de cien minutos- que profundiza en esas aguas espesas del Misisipí afroamericano. Mientras Clapton recorre casi toda la obra de Johnson -con su banda, a dúo con Doyle y en solitario- Sessions for Robert J visualiza las paradojas del proyecto. Lo siento, hay algo chirriante en verle esforzarse en reproducir las intrincadas grabaciones originales, a voz y guitarra de palo, en la fastuosa suite de un hotel californiano, junto a la playa, ante un equipo de treinta personas. ¿Penitencia de millonario?
Cierto que el pobre Robert
fue grabado en habitaciones de hoteles baratos pero entonces aquello era una necesidad: los cazatalentos bajaban a ciudades del Sur para enlatar canciones de figuras regionales o que llevaban existencias itinerantes. El final del documental -Clapton alzando el capó de su lustroso coche de época para mostrar que allí lleva unos versos de Johnson- hace tambalear el recuerdo de esa entrevista donde se expresa con lucidez sobre el profundo arte del difunto.
Sólo queda suspirar: así es Eric. Insensible, mitómano, caprichoso. Tras pagar la deuda con Johnson, salta al otro extremo: en mayo, se reúne con el baterista Ginger Baker y el bajista Jack Bruce bajo el lejano nombre de Cream. Son, de momento, cuatro shows en el Royal Albert Hall, justamente donde el trío se despidió en 1968. Un recinto que es "la casa de Eric": solía actuar una temporada cada año, alternando formaciones. Por contra, ni Baker ni Bruce han sido allí cabeceras de cartel en las últimas décadas.
Clapton ha protagonizado bajones personales y creativos pero supo reconectar con el gran público; Bruce y Baker se arriesgaron mucho más y así lo reflejan sus (adelgazadas) cuentas corrientes. Coinciden en que todos salieron hartos de Cream, grupo bifronte que elaboró acerado pop experimental pero ahora más recordado por sus cabalgadas instrumentales, desarrollos extensos sobre estructuras de blues: los cien mil power trios posteriores son herencia directa de Cream. Hoy, Eric reconoce que no sabía lo que estaba haciendo, y no sólo por las drogas: "Olvidaba qué tema estábamos tocando; seguía hasta que Jack y Ginger me echaban un cable". Le falta reconciliarse con uno de los placeres secretos de la alquimia del rock: el de extraviarse a todo volumen, con el colchón de otros músicos igualmente arrebatados.
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