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Columna
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Brasero

Cuando la primavera se apodera de los jardines y las casas, el brasero vive su otoño y adquiere una tristeza de árbol esquelético. Está fuera de lugar, como un bañador en los cajones del invierno. Observa la luz de la casa con la premura torpe de los que acaban de ser abandonados por un amor de toda la vida o con la prisa inútil de los buenos oficinistas que han alcanzado la jubilación. En sus fibras metálicas siguen latiendo el fuego y la docilidad, pero ya no hay una ocupación concreta que justifique sus hábitos, la rutina de sus servicios, las razones de su vigilancia. La casa se ha olvidado de él, o se va olvidando poco a poco, mientra los armarios cambian el orden de la ropa, las ventanas ven pasar las últimas sorpresas del mal tiempo y los suelos reciben el primer saludo de los pies descalzos. El brasero no protesta, es la invención más estoica de la cabeza humana, porque está acostumbrado a pasar del frío al calor y se dedica con paciencia a una tarea en la que los finales y las despedidas son un preámbulo del retorno. Desconoce los celos del niño destronado por un hermano menor, o la ira de los amantes posesivos, o el rencor del político que pierde unas elecciones y decide romper la baraja de la realidad para que los días y los meses no aprendan a vivir sin él. Sólo importa aquello que puede pasar sin nosotros para acabar regresando a nosotros. El brasero lo sabe, y tiene alma de anciano curtido por las cosas decisivas, las cosas que se van y vuelven, como los inviernos, como el amor, como todo lo que es verdadero más allá de las ambiciones fugaces. Resulta prudente desconfiar de lo que necesita estar pegado a nuestros talones para pertenecernos. Volverá el invierno, como ha vuelto la primavera, y será nuestro, y seremos de él. Basta con aguardar un año, o con doblar la esquina y encontrarnos por sorpresa con un sábado de lluvia en un portal de abril.

El brasero conoce como nadie los secretos de Granada. Aunque vive bajo la cálida mitología del Sur, la ciudad padece inviernos duros. El frío no suele rendirse ante los decretos románticos. Una tradición de casas mal preparadas para soportar las bajas temperaturas hizo del brasero una compañía familiar y de Granada un reino de las mesas de camilla y de los deseos a media voz. Las ciudades que murmuran sus deseos a media voz tienden a gritar sus secretos y a tirarlos por la ventana. A través de las ventanas mal cerradas van y vienen los fríos y las noticias, que cada vez se parecen más a los ruidos de la calle. Un día malo en abril, igual que una noticia manchada con el café del rencor o la especulación, es un ruido, el escalofrío que deja el camión del invierno al desaparecer por los números del almanaque. En un reino de camiones, noticias y ventanas achacosas, el brasero nunca supone un recuerdo infantil, ni siquiera en la época de la calefacción. Es un objeto principal de la casa, el corazón misericordioso de los meses crueles. Por eso me gusta observar la dignidad con la que poco a poco se despide de sus servicios, de su prestigio familiar, de la oportunidad de sus sermones, sin un reproche, sin levantar la voz. Sobre todo me gustan los braseros cuando han perdido el gobierno debajo de las faldas y las piernas. La dignidad no es cuestión de principios, sino de finales.

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