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EL FIN DE UN PAPADO | El legado de Wojtyla

El Papa pensó en renunciar en el año 2000

Juan Pablo II revela en su testamento que barajó la posibilidad de dimitir al cumplir los 80 años

En el torbellino de multitudes, vanidades, piedad y duelo que caracterizaba la víspera del funeral, el testamento de Juan Pablo II descargó unas cuantas confesiones inusualmente sinceras. El pasaje más trascendental era aquel en que, al cumplir los 80 años, Karol Wojtyla barajó la hipótesis de la dimisión. Esto constituía una invitación diáfana a que su sucesor y la Iglesia católica en general reflexionaran sobre el asunto. El testamento, en cierta forma un diario de su pontificado, celebraba también la caída del comunismo "tras la difícil y tensa situación que marcó los años 80", y ponía punto final a las revelaciones póstumas: una de las disposiciones, fechada en 1979, ordenaba que fueran quemados todos los escritos y apuntes personales.

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El testamento de Karol Wojtyla carecía de la altura literaria del testamento escrito por Giovanni Battista Montini, Pablo VI, que citaba en varias ocasiones. No era en realidad un texto articulado, sino una serie de pasajes escritos en polaco entre los años 1979 y 2000, durante los ejercicios espirituales de marzo, abundantes en invocaciones marianas [con el célebre Totus Tuus ego sum, soy todo Tuyo], que permitían seguir su paulatino alejamiento sentimental de Polonia [una patria muy presente al principio y casi ausente al final], su alegría por la caída del comunismo en Europa del Este y en la Unión Soviética y el alejamiento del fantasma del holocausto nuclear de la guerra fría, su cansancio personal y sus dudas.

Con toda su rusticidad estética contenía, a diferencia del testamento de Montini, momentos de carne y hueso. Como el final, que evocaba los machadianos días azules y el sol de la infancia: "A medida que se acerca el límite de mi vida terrenal retorno con la memoria al principio, a mis padres, al hermano y la hermana (que no llegué a conocer, porque murió antes de que yo naciera), a la parroquia de Wadowice, donde fui bautizado, a aquella ciudad de mis amores, a los coetáneos, compañeros y compañeras de la escuela elemental, del instituto, de la universidad, hasta los tiempos de la ocupación, cuando trabajé como obrero...". Ahí hablaba un anciano enfermo como cualquier otro, con la sinceridad que le ganó el afecto de millones de personas en todo el mundo.

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En 1980, aún en el inicio del Pontificado, definía los objetivos de su misión como Papa: "La salvación de los hombres, la salvaguardia de la familia humana, y en ella de todas las naciones y pueblos (entre ellos me dirijo de modo particular a mi Patria terrena), ser útil para las personas que de forma particular me ha confiado (Cristo), para las cuestiones de la Iglesia, para la gloria del propio Dios".

El recuerdo de su Patria terrena, Polonia, venía reforzado por la recomendación de que el lugar de celebración de sus funerales fuera consultado con "el Metropolitano de Cracovia o el Consejo General del Episcopado" polaco. Las referencias a su país eran mucho más frecuentes al principio del texto, es decir, en los primeros años como Papa, que en el largo fragmento de 2000, ya en los años finales.

También en 1980 escribía en tono muy pesimista la situación mundial: "Los tiempos en que vivimos son indeciblemente difíciles e inquietos. En difícil y tensa se ha convertido también la vida de la Iglesia, prueba característica de estos tiempos, tanto para los Fieles como para los Pastores. En algunos países (por ejemplo aquel sobre el que he leído durante los ejercicios espirituales), la Iglesia se encuentra en un período de persecuciones tales, que no son inferiores a aquellas de los primeros siglos, e incluso las supera por el grado de crueldad y odio". Añadía una mención al terrorismo en Italia: "Y además esto: tantas personas inocentes desaparecen, incluso en este país en el que vivimos...".

El tono era radicalmente distinto 10 años después, cuando ya había caído el Muro pero aún no las Torres Gemelas: "Desde el otoño del año 1989 [aquella] situación ha cambiado. La última década del pasado siglo se ha visto libre de las tensiones precedentes; eso no significa que no haya traído consigo nuevos problemas y dificultades. En modo particular, sea loada la Divina Providencia por ello, el período de la llamada guerra fría ha concluido sin el violento conflicto nuclear, del que pesaba el peligro sobre el mundo en el período precedente". Un poco antes se refería a su misión, la de "introducir la Iglesia en el tercer milenio", y evocaba al cardenal Stefan Wyszynski, primado de Polonia y símbolo de la resistencia anticomunista: "Fui testigo de su misión, de su total entrega, de sus luchas, de su victoria. La victoria, cuando llegue, será una victoria mediante María. Esas palabras de su predecesor, cardenal August Hlond, solía repetir el Primado del Milenio [Wyszynski]".

Antes de la conclusión emotiva del hombre con la añoranza de la infancia y entre las reflexiones políticas, tomaba la palabra el Papa y, dirigiéndose a los príncipes de la Iglesia, utilizaba un registro más ambiguo, el apropiado para abordar una cuestión tan delicada como la jubilación del Pontífice. "Según los designios de la Providencia me ha sido dado el vivir en el difícil siglo que camina hacia el pasado [escribía en marzo de 2000, año del Jubileo], y ahora, en el año en que la edad de mi vida alcanza los 80 años, octogesima adveniens [un guiño al público docto que debía escucharle: era el título de la carta apostólica con que Pablo VI conmemoró el 80 aniversario de la encíclica Rerum Novarum], conviene preguntarse si no ha llegado el momento de repetir con el bíblico Simeón Nunc dimittis". Simeón era un sacerdote judío al que, según el Evangelio de Lucas, Dios prometió que viviría hasta ver al Mesías. Cuando le llevaron el niño Jesús, Simeón dijo: "Ahora, Señor, puedes ya dejar ir a tu siervo en paz".

Podía parecer que Wojtyla estaba invocando con esta cita una muerte liberadora, como sostuvieron de inmediato algunos teólogos. Pero no. La frase crucial de Juan Pablo II venía a continuación. Recordaba el atentado de 1981, "en el que la Divina Providencia me salvó de la muerte de forma milagrosa", y añadía, refiriéndose a Dios: "Espero que Él me ayudará a conocer hasta cuándo debo continuar este servicio". Wojtyla no pensaba en la muerte, fácilmente reconocible, sino en sus propias limitaciones físicas. Aunque Juan Pablo II no renunció, tampoco quiso eliminar ese pasaje de su testamento. Al contrario: quiso que se supiera que él, pese a tantas negativas de su entorno, había pensado también en que el papado no debía concluir siempre con un acta de defunción.

Otras reflexiones de Juan Pablo II fueron condenadas al fuego: "Que los apuntes personales sean quemados, pido que de esto se encargue Don Stanislao", su secretario de toda la vida.

Las palabras póstumas de Juan Pablo II fueron publicadas en una jornada paradójica. El cuerpo seguía insepulto en la capilla ardiente, homenajeado por los últimos peregrinos de una cola que llegó a ser gigantesca y por las autoridades que llegaban para un funeral de dimensión histórica. Pero Roma y el Vaticano no podían prestar gran atención al testamento espiritual de un Papa que marcó su época. Predominaban las urgencias, las medidas de seguridad, las minucias del protocolo y las necesidades terrenales de tres millones de peregrinos que requerían comida, cama y alguna pantalla de televisión para seguir hoy la ceremonia. El Ayuntamiento de Roma distribuyó 27 pantallas gigantes por la ciudad, bajo las cuales había enfermería, distribución de agua, retretes y servicios de información.

La capital de Italia se disponía a afrontar su día más largo. Dos millones de personas habían desfilado ante la capilla ardiente de Juan Pablo II, se esperaba que fueran tres millones los peregrinos en la jornada del funeral y los máximos dirigentes del planeta habían llegado a la ciudad. En la plaza de San Pedro iban a reunirse los cardenales, con el futuro Papa entre ellos, las autoridades civiles y otras 300.000 personas. "Es como si Roma hubiese acogido otra Roma", declaró el alcalde, Walter Veltroni. "La ciudad se está ampliando, con eficiencia y corazón, para alojar a tantas personas como habitantes tiene, y para afrontar el acontecimiento de masas más grande la historia".

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