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Columna
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Las cuerdas del verano

Las cuerdas de una guitarra huelen a plata. El do, re, mi, fa, sol se duerme al atardecer, cuando las gaviotas chillan acompañando el blues del mar. Cinco notas brillando en las olas, cuando los marineros recogen las redes, cinco notas en el puerto, que son recogidas por los turistas que pasan y admiran el paisaje de la música. El gato triste soñolea subido a una tapia con el olor a pescado y la profundidad marina hecha brisa. Las cinco notas se deslizan en un paseo por la dársena, y caminan hacia la playa, como viajeros agarrados de la mano que se sueltan para dejar pasar el viento del norte, conciencia limpia del verano.

Las cinco notas siguen sonando cuando los turistas se alejan: las conservan brillando en sus frentes, verano de su inconsciente. Aquellas cenas en las terrazas, aquellas luces del crepúsculo, y las estrellas junto a la luna sobre la arena húmeda en la que yacieron dos cuerpos sin importarles su brillo, cuando hablar un idioma era un juego para entenderse y uno se hacía pasar por italiano, porque se creía que los italianos ligaban más.

La memoria produce recuerdos, las cinco notas de la guitarra sincroniza las melodías. ¿Es la música casual que suena en una esquina, interpretada por un músico ambulante, la banda sonora de la vida? ¿Es tan difícil corregir un acorde que chirrió sobre el mar y provocó una borrasca en el alma? En el vaso de agua que se toma una turista de rubios cabellos y cachas macizas hay calma templada, que se bebe sorbo a sorbo, sin prisas por terminar el periplo, mientras el mundo gira alrededor.

Su viaje es recogido por las pupilas del gato, que ve los fantasmas del turista cada verano, ronronea la primavera de la juventud que baila en las discotecas, cuando los abuelitos han florecido y se dispersan por el aire cálido del recuerdo. La infancia está ahí, en la orilla, jugando con los reflejos plateados de las cinco notas de una guitarra.

Gata también ella, se levanta con donaire de su silla blanca y prosigue su paseo, haciendo como si dejase algo atrás.

El café soplando por salir de la cafetera italiana, un silbido que fuerza la vuelta de cabeza de la chica que vive en el recuerdo, y que pasa por la calle, bajo la ventana, justo en ése momento. El gato ya no está en su empalizada, ha acudido también a la llamada de la cafetera, y se ha ido a buscar aventuras por el tejado, o a desayunar en la buhardilla junto a su amo.

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En la pared donde estaba subido el gato -las pintadas pasadas de tiempo, el muro que fue testigo de una época caduca- solamente se salva un corazón y dos nombres.

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