Dios en Santa Engràcia
Si te llamaras Richard y fueras inglés podrías trabajar en Londres, en una empresa de exportaciones, y tener una compañera argentina de origen escocés llamada Sandra.
Podrías casarte con ella y pasar 15 años en Nigeria. Al nacer vuestra hija pensaríais que ya estaba bien de zozobra y enfermedades tropicales, pero os resistiríais a volver al Reino Unido. Puesto el foco en España, decidiríais buscar una casa de campo para montar un hotelito rural. Descartaríais Andalucía por demasiado africana, Galicia por muy lluviosa... y descartando, descartando llegaríais a Cataluña, donde comprobaríais lo cara que estaba Girona hace ya 22 años. Lleida, en cambio, os resultaría accesible.
Cerca de Tremp, en el caserío medieval de Santa Engràcia, os enamoraríais de un caserón ruinoso, colgado de un promontorio no apto para gente con vértigo. Lo compraríais y lo transformaríais en un pequeño paraíso montañés. Bueno, pequeño: 1.200 metros cuadrados de techos altísimos, paredes a prueba de cañonazos, miradores abismales y un sinfín de vericuetos, pasadizos, ventanucos asimétricos y geometrías imposibles. Una construcción con 1.000 años de historia documentados.
En el caserío medieval de Santa Engràcia, cerca de la localidad de Tremp, se encuentra Casa Guilla, un pequeño paraíso montañés
Llamaríais al sitio Casa Guilla. Muchos pasajeros de vuestra casa rural serían ornitólogos y entomólogos angloparlantes, aunque habría un poco de todo. Podrían llegar a vuestra puerta un cronista y su pareja. Ella podría llamarse Maite y ser conocida como La Obrera Filósofa. Y en efecto, así fue.
Maite es capaz de elevarse sobre las miserias humanas y observar el mundo con serenidad de eremita sin más ayuda que su corazón y su cerebro. Su cronista consorte, en cambio, necesita todo tipo de estímulos adicionales: una montaña solitaria, caminatas maratonianas, noches estrelladas, silencio de pájaros. Ese cronista, con unas cuantas reencarnaciones menos que La Obrera Filósofa, busca flagelar la carne para purificar el espíritu; cree que la oxigenación de las marchas forzadas propiciará visiones iniciáticas de narices. ¡Qué iluso!
El verdadero sabio ha de ser humilde e incluso abnegado. Fue la sabiduría de Maite, entonces, la que la llevó a guardar silencio mientras resoplaba cuesta arriba, siguiendo la huella inquieta de su perseguidor de quimeras.
Una vez en la cima, el cronista elevó los brazos y exclamó, preguntando, afirmando:
-¡Mira! ¿No es maravilloso, cariño?
-Sí, precioso- contestó ella casi sin aliento.
Y así, cada uno con su particular atalaya, los intrépidos senderistas se internaron en el Congost de Mont-Rebei, un estrecho desfiladero con el que el río Noguera Ribagorçana marca la frontera entre Cataluña y Aragón. Un sendero excavado en la piedra permite recorrer la garganta a buena altura. Las interminables paredes verticales conducen unas aguas turquesas y lechosas que son más lindas que el cielo.
Por ahí iban dos tíos alemanes dando risotadas y tirando rocas enormes que explotaban en el agua como disparos de Winchester. Ambas parejas se cruzaron y se estableció el siguiente diálogo: -¿De dónde sóis?- preguntó un alemán en inglés. El cronista contestó que de Argentina. -¿Hay muchos nazis allí?- inquirió el joven teutón.
Horas más tarde Maite y el cronista volvían haciendo autoestop y pararon los alemanes. Como no sólo eran inofensivos sino también simpáticos, fueron invitados a tomar algo en el bar del pueblo. Allí se pudo saber que dormían en el coche y no se bañaban. -No importa, no tenemos novia- aclararon. Pero -eso sí- dejaban las botas fuera. Una noche los rondó una zorra que no parecía temer a los humanos. Con insolencia de fábula robó una bota y la abandonó en las cercanías.
Los que aprecian un buen tufo son los buitres. En esas montañas hay quebrantahuesos, reintroducidos con éxito, que vuelan solos. Y unos primos cercanos que lo hacen en grupo. En un pico desolado Maite y su cronista se hicieron los muertos para ver si los buitres picaban. El hecho es que se acercaron e hicieron varias pasadas exploratorias a poca distancia. Los fingidores los observaban de reojo, divertidos. De pronto los pajarracos subieron y subieron, todos a una. Dos alas delta, casi en las nubes, invadían su territorio. Se produjo entonces una danza celestial en la que ambas partes se circunvolaron, inspeccionándose. Para alguien que busca indicios sobrenaturales en la alturas, como el cronista, el espectáculo resultaba sustancioso. Maite sonrió apenas y no dijo ni pío.
Las cenas de Sandra constaban de ocho platos, contando la guarniciones. Una exageración bendita que casaba muy bien con el rabioso expendio de energía. Una noche, por fin, Dios se le apareció al cronista. En el comedor sonaba un disco elegido por Richard: los Rhythm Kings de Bill Wyman, con Georgie Fame a cargo del órgano Hammond y la primera voz. Esa música fue como un anuncio de ángeles trompetistas. La aparición divina se produjo justo después, en los postres. Había flan y el cronista le preguntó a Sandra si, siendo argentina, no tendría por casualidad un poco de dulce de leche. Resultó que sí.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.