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Columna
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Valle de lágrimas

Las malas noticias sobre nuestro mundo nos han acostumbrado a ver muerte y violencia, compañeras cotidianas. Los privilegiados occidentales hemos endurecido progresivamente nuestra fina piel de niños mimados: más o menos guerras o tsunamis no impiden que nuestra vida parezca seguir como si nada. Cinco segundos de estómago revuelto ante los dramas universales cotidianos parecen diluirse en consoladores donativos a esas aguerridas organizaciones no gubernamentales y se pasa, automáticamente, a otra cosa.

Es lo normal: nadie podría vivir con conciencia plena de las terribles tragedias vivas que nos rodean. Llevamos ya años en los que ver el telediario o abrir el periódico equivale a llorar, cosa que todos nos cuidamos muy mucho de hacer para evitar que nos tachen de blandos patológicos, izquierdosos casposos o no se sabe muy bien de qué. Es una ley no escrita: cualquiera sabe hoy que la indignación es mala consejera, no sólo crea estrés, sino que está mal visto no reservarla -sólo describo- para causas socialmente bendecidas, por ejemplo los malos tratos a las mujeres. La indignación no coincidente está proscrita en un mundo que alardea de estar satisfecho de sí mismo.

De esta guisa, asistimos a la última vuelta de tuerca de lo soportable: la muerte en directo realzada a través de los últimos y portentosos avances científicos. Un reciente encadenado de hechos plantea claramente una nueva escala humana ante el sufrimiento y el placer: me refiero a la tremenda agonía del papa Juan Pablo II, perceptible en esas imágenes desoladoras de un anciano derrotado por la enfermedad que merecería la piedad de la paz. Lo cual coincide en el tiempo con el terrible caso de Terri Schiavo, en el que lo sobresaliente es que el Estado decide entrometerse para prolongar su vida vegetativa. Si a ello añadimos la polémica sobre los cuidados paliativos para evitar el sufrimiento a pacientes terminales en el hospital madrileño de Leganés, se configura un cuadro estremecedor.

Estas muertes anunciadas plantean algo definitivo para todos: el derecho a decidir poner punto final al sufrimiento humano o prolongarlo hasta que se presente ese imponderable al que llamamos Dios. ¿Para que quede claro -quizá- que Él es más poderoso que la ciencia? Hay algo novedoso y muy inquietante en este cuadro tal como se expresa abundantemente en los medios de comunicación universales: la ciencia, que hasta ahora se había considerado imprescindible para evitar el dolor físico y velar por el bienestar de los hombres, ¿puede estar convirtiendo esta función en la de alargar el sufrimiento humano? Si ello fuera así, ¿hay que pensar que lo bueno ahora es que las personas sufran y no que gocen del máximo bienestar posible en cualquier momento de su vida?

¿Cuál es el mensaje que nos están enviando, a la vez, Juan Pablo II, el caso de Terri Schiavo y la polémica sobre cuidados paliativos a enfermos terminales, si no es que el sufrimiento -físico y moral- es un hecho moralmente más meritorio que la búsqueda del bienestar? ¿No es ese mensaje la esencia misma de estas noticias coincidentes?

He podido constatar en múltiples conversaciones y lecturas recientes que existe un rearme cierto y peliagudo de la idea de que "la vida es un valle de lágrimas", hecha para el sufrimiento y la resignación, frente a la vieja idea de que el ser humano ha de intentar cambiar las condiciones adversas para crear placer, bienestar y armonía colectiva, y lograr una muerte digna y no dolorosa. Sólo esta vieja idea justifica que la ciencia haya sido capaz de alargar hoy la vida de tantos. ¿Se trata ahora de pensar que eso ha de servir para transformar el progreso humano y científico en tortura? ¿Qué mentes enfermas intentan volver a redimir a los hombres por el dolor y no por el amor que expresa la compasión?

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