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EL LIBRO DE LA SEMANA

El oro de la lectura

EN UNA ocasión en que su vida corre peligro, Ernesto Guevara -él mismo lo cuenta en Pasajes de la guerra revolucionaria- recuerda un cuento de Jack London. Osip Mandelstam, confinado por Stalin en el campo de concentración del que no saldrá vivo, recita a sus compañeros de infierno algunos versos de Virgilio. Antonio Gramsci, encarcelado por el fascismo, se convierte en su celda en "el mayor lector de su tiempo". El niño enfermizo Marcel Proust hace de la lectura la aventura más intensa. Walter Benjamin muere en Port Bou aferrado a su maleta repleta de libros y manuscritos. Además está la foto de Borges que intenta vencer la ceguera pegándose casi el libro a la cara, y la de Joyce, un ojo tapado con un parche y leyendo con una lupa. En esa serie, Piglia otorga el decanato a Cervantes: "Ésa es la situación inicial de la novela, su presupuesto diríamos mejor. 'Leía incluso los papeles rotos que encontraba en la calle', se dice en el Quijote".

Hamlet entra en escena con un libro en la mano: por ser un lector, dice Piglia, "Hamlet es un héroe de la conciencia moderna. La interioridad está en juego". Anna Karenina, Emma Bovary y Molly Bloom parecen llegar al adulterio a través de la lectura, como modos de encontrar "otra vida posible". A su vez, en El idiota, de Dostoievski, junto al cadáver de la suicida Natashia Filippovna hay un ejemplar de Madame Bovary. En Robinson Crusoe se muestra cómo "el lector ideal es el que está fuera de la sociedad". Y el Kurtz de El corazón de las tinieblas, de Conrad, "es el doble delirante de Robinson": manifiestan las facetas opuestas del imaginario colonial británico. Por otra parte Auguste Dupin, el primer detective privado de la ficción, creado por Poe, posee una vasta cultura literaria; del mismo modo que, ya en la época del policial negro, el marginal y precario Philip Marlowe, inventado por Chandler, es un lector mejor informado que los poderosos para los que trabaja.

En el circuito de las diversas representaciones de la lectura y de los lectores, Piglia encuentra una veta transversal -y dorada- para leer el sistema -siempre inestable- de la ficción moderna.

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