Equívocos sobre el transfuguismo
A los partidos políticos la palabra tránsfuga les produce urticaria. Según ellos, las organizaciones partidarias deben comportarse como ejércitos coherentes y disciplinados, inmunes a cualquier disidencia, a cualquier iniciativa autónoma y hasta a cualquier discrepancia moral. Al fin y al cabo, piensan en su fuero interno, los políticos elegidos para un cargo público lo son gracias a ir en unas listas determinadas, ya que la mayoría de ellos, por sí mismos, no son conocidos ni por los vecinos de su escalera.
No les falta razón. Por eso, la primera sospecha cuando un cargo electo se desmanda de la disciplina partidaria es que lo hace para beneficiarse personalmente del acta lograda por su partido. Hay casos sonoros y sonados de golfería política, como el de aquellos efímeros diputados madrileños Eduardo Tamayo y María Teresa Sáez, ¿recuerdan?, que quisieron chantajear al PSOE con su voto en la fallida investidura de Rafael Simancas y acabaron dejando a su partido sin la Comunidad de Madrid y a ellos mismos sin acta de diputado.
Normalmente, los tránsfugas tienen más suerte y consiguen poner y reponer gobiernos municipales a su antojo. En los dos años que llevamos de legislatura, la Comunidad Valenciana ha padecido 21 mociones de censura, seis de ellas con intervención de tránsfugas. Es una buena cifra sólo superada por Castilla y León, con nueve. En cualquier caso, la Comunidad Valenciana excede la media española de mociones en general, copando el 17,5%, y también de las protagonizadas por tránsfugas, con el 13,3%. Hay localidades -San Fulgencio y Monòver- que incluso las han tenido por duplicado. En Monòver, el munícipe Salvador Poveda perdió la alcaldía, primero, y la acabó recuperando después.
Estos avatares son los que ponen muy nerviosos a los partidos, incluso aunque les beneficien a ellos. Les inquietan la incertidumbre y la inestabilidad, el tener que mirar cada rato a su espalda para conjurar posibles traiciones y dejar inconclusos los proyectos iniciados. De ese temor surgió hace seis años el Pacto contra el Transfuguismo que ahora el ministro Jordi Sevilla quiere revitalizar. En el fondo, y perdónenme la crudeza, los dos grandes grupos políticos del país firmaron el citado pacto para protegerse a sí mismos, cosa bien lógica y hasta legítima, pero no a los ciudadanos ni a la democracia. Entre otras razones, porque nuestra legislación afirma que el mandato de cualquier político electo es imperativo; es decir, que el acta de concejal o de diputado le pertenece a él y no al partido en cuya lista figuró.
Eso es algo incuestionable en los países anglosajones, con un sistema electoral mayoritario donde un único candidato es elegido en cada pequeña circunscripción y en el que los políticos representan directamente a sus votantes -a todos los de su distrito- y no al partido que los acoge. Esa independencia de criterio es la que explica las periódicas rebeliones de diputados laboristas contra Tony Blair, por ejemplo, o las cambiantes votaciones del Congreso de Estados Unidos, de resultados siempre impredecibles.
Aquí, en cambio, se le atribuye a Alfonso Guerra una frase tan demoledora como significativa: "Si alguien se mueve, no sale en la foto". Para demostrar la veracidad del aserto, una serie de políticos de distinto signo, con razón o sin ella, se han visto abocados a enfilar el camino de la calle: Álvaro Puerta, Pablo Castellanos, Jorge Verstrynge, Manuel Pimentel... Si alguien no vota, pues, como le ordenan, se le amenaza enseguida con rotundas sanciones.
De ahí la mansedumbre municipal y parlamentaria en votaciones absolutamente previsibles, por espinoso que resulte el tema. Antes de realizarse el escrutinio se sabe ya el resultado según el número de diputados o de concejales de cada partido. Y no se arguya que todos piensan lo mismo sobre cualquier tema que se suscite. ¿Alguien cree, por ejemplo, que los 183 diputados del PP que votaron al unísono hace dos años la política de Aznar respecto a Irak estaban todos de acuerdo con ella?
Resulta lógico, pues, que sea en los municipios más pequeños, en los que el peso de los partidos se diluye por la proximidad de los electores, donde se produzcan más casos de transfuguismo. En total, 31 de las 45 mociones con tránsfuga han sucedido en municipios de menos de 5.000 habitantes.
No me acaban de convencer, por consiguiente, los pactos contra el transfuguismo, que constituyen más una mordaza que una garantía democrática. Hay que perseguir a los golfos, sí, a quienes trapichean con sus actas y se lucran con el cambalache político. Pero hay que hacerlo penalmente. Lo otro, el limitar la evolución ideológica y castigar el cambio político, me recuerda, en el mejor de los casos, a la férrea e ignominiosa disciplina cuartelera de otras épocas.
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