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Tribuna
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La responsabilidad del mensajero

Leo Colston, el joven protagonista de la narración del escritor británico Leslie P. Hartley The go-between (El mensajero), lleva con inocencia a su destinatario los mensajes que le confían y sólo cuando descubre que es utilizado para fines moralmente reprobables en la sociedad de Oxford de 1920 le invade un persistente sentimiento de culpa. Sin inocencia, pues saben perfectamente lo que hacen, ni sentimiento alguno de culpa ante los errores, las omisiones, las tergiversaciones y las falsedades que trufan sus mensajes, los medios de comunicación de masas -ciclópeo mensajero- desempeñan su tarea de intermediario entre la opinión pública -que es pública no sólo porque es del público, sino también porque implica la res publica, como bien recuerda Giovanni Sartori en su lúcido Homo videns- y la fuente u origen del mensaje.

El periodista es incapaz de volver sobre sí la mirada crítica con la que asaetea lo divino y lo humano

Los periodistas en pocas ocasiones reflexionan sobre su actividad y sobre las consecuencias de ésta. Raro es aquel que se embarca en este ejercicio y escasos son los medios que informan sobre sí mismos. La profesión de periodista, imbuida de su función de depositaria de la manifestación orgánica de la libertad de expresión, sobrevalora su importancia y es incapaz de volver sobre sí la mirada crítica con la que asaetea lo divino y lo humano. Añadamos que la reflexión externa sobre los medios -tampoco muy frecuente- es vista por éstos como una forma de injerencia y, si la reflexión apura mucho, de coacción moral sobre su libertad de expresión. Con lo que, a causa del erial interno y de la suspicacia que levantan las aportaciones externas, los medios, que invocan para sí el derecho a toda la información, resultan opacos y las consecuencias de todo orden de su función social -que no misión sagrada- quedan huérfanas de análisis.

Llegados a este punto, conviene identificar al mensajero. Siguiendo nuevamente a Sartori, el único mensajero que obligaría al acto de discurrir sobre el mensaje, tan distinto del acto de ver (de lejos) el mensaje en imagen, que es lo que ofrece la televisión, sería la comunicación lingüística propia de la prensa escrita. Ahora bien, profesionales y entendidos en la materia nos dicen que "los periódicos, desde muchos puntos de vista, son cosa del pasado" (Juan Luis Cebrián) y que "pronto no habrá diarios, sino sólo información" (Tom Curley, presidente de Associated Press), vaticinio formulado en Barcelona en junio de 2000 que todavía no se ha cumplido. Ante esa desoladora perspectiva, ese futuro aparentemente apocalíptico, importa no ofuscarse.

Es cierto que el "cuarto poder" ya no es el mismo que en los primeros dos tercios del siglo XX, la era del reinado glorioso de la prensa escrita. Su hegemonía fue primero disputada sin grave riesgo por la radio, que todavía tiene algo de prensa escrita hablada, después por la televisión y ahora por Internet y por nuevos soportes de la comunicación aún más revolucionarios. A pesar de perder cientos de cabeceras y millones de lectores, la prensa escrita sigue en pie. Y una prueba de su eficacia comunicativa la da, paradójicamente, el auge de la prensa gratuita -una forma de telediario sobre papel, sin apenas imágenes y sin opinión-, recogida diariamente en millones de ejemplares. Claro que no toda la prensa escrita es igual. Además de la gratuita, existen las cabeceras que practican el amarillismo político y social siguiendo la senda de la telebasura, las que no superan la condición de minoritarias por razones lingüísticas u otras, las que se conforman con una calidad media y, finalmente, las pocas cabeceras de gran calidad, de los llamados periódicos de referencia: EL PAÍS en España, Le Monde en Francia, La Repubblica en Italia, Frankfurter Allgemeine Zeitung en Alemania... Algunos pasan serias dificultades financieras -Le Monde tiene que recapitalizarse en 55 millones de euros-, pero todos son más necesarios que nunca. Recae en los periódicos de referencia una doble responsabilidad: la de ser una de las últimas barreras defensivas frente a la producción de la falsedad de masa y a la hiperinformación desinformadora, como ha señalado José Vidal Beneyto, y la de mantener viva la demanda de la comunicación escrita de calidad, aportando la información y la opinión que inciten a la reflexión serena sobre el individuo, la sociedad y el planeta, tríada indisociable. En realidad, los diarios de referencia no necesitan reinventar su función sino, al contrario, no claudicar de ella, recurriendo, ciertamente, a todas las tecnologías que aporten eficacia y economía. No tienen por qué competir con otro tipo de prensa u otros medios. Su autenticidad tradicional es su mejor valor y pasa por seguir ofreciendo lo que abunda poco: veracidad en la información, selección de la información por el criterio de su utilidad a la tríada citada y opinión, mucha opinión rigurosa en tiempos de lo banal y lo efímero, presidido todo por el principio de exigencia de calidad.

No es objeción suficiente la escisión que ello supone de la opinión pública en opinión cultivada y opinión popular. Ya estamos en esa opinión escindida, que, en parte, no hace más que reflejar la sociedad dual; más que dual, fraccionada en múltiples segmentos. Pero, para superar una escisión consumada, ¿habría que renunciar a alimentar una opinión cultivada y exigente? Sería absurdo y suicida. La existencia de ésta es una referencia imprescindible en toda sociedad y un punto de apoyo para levantar el tono general. Su pérdida significaría una capitulación incondicional ante poderes fácticos y manipulaciones sin fin; significaría, en definitiva, volver al oscurantismo anterior a la Ilustración.

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Jordi Garcia-Petit es académico numerario de la Real Academia de Doctores.

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