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Carnaza para los tabloides más agresivos del mundo

CUALQUIER PERSONA mínimamente famosa está sometida en el Reino Unido a la presión escrutadora de los poderosos tabloides. No representan sólo un formato más ligero y manejable de periódico, sino un estilo propio, caracterizado por una agresividad desconocida en otras latitudes. Con tiradas millonarias, profesionales competentes y una red de informadores permeable en todas las capas de la sociedad, gozan de una influencia y un poder temibles que ningún jefe de Gobierno puede ignorar. El actual primer ministro, Tony Blair, ha dedicado mucho tiempo y energías a tejer alianzas o cuando menos a establecer alguna clase de comunicación amistosa con los editores de estos medios. Pero no siempre lo ha conseguido. Si las buenas relaciones con Rupert Murdoch -dueño de News Corporation y de dos de los más importantes tabloides, The Sun y News of the World- fueron una ayuda inestimable para su triunfo en las elecciones de 1997, lo cierto es que los esfuerzos por contentar a otros editores no han dado grandes resultados. Para la prensa adversa a los laboristas, la primera dama, de soltera Cherie Booth, es carnaza de primera calidad. Para empezar, es católica, algo que no acaba de estar bien visto en el Reino Unido, pero, además, es una abogada brillante que se atrevió a tener al cuarto de sus hijos a la respetable edad de 45 años, dando así una baza política a su marido. Después de todo, el pequeño Leo, nacido en la primavera de 2000, era el primer bebé que se veía en Downing Street en 150 años de historia. Cherie resulta además demasiado exagerada en sus gestos para el gusto general, poco discreta en sus atuendos, y demasiado apegada al viejo laborismo. Aunque, bien mirado, no hay nada excepcional en el caso Cherie que lo distinga de lo que, desde hace muchos años, es el comportamiento general de los tabloides británicos. Se trata de individualizar a una víctima meticulosamente para caer después sobre ella con una ferocidad absoluta. Los tabloides se han especializado en la destrucción de reputaciones personales y nacionales por la más elemental de las razones, la de aumentar su tirada y sus beneficios, controlando además a la opinión pública. La guerra del fletán, un conflicto pesquero que se desató a mediados de los noventa entre Canadá y España, sirvió en bandeja a la prensa popular británica un tema a la medida de sus aspiraciones: ofrecer entretenimiento un poco cruel a costa de alguna víctima propiciatoria -en aquel caso, España- y reforzar de paso la identidad británica, al alinearse con un país de la Commonwealth -en este caso, Canadá-. No era nada personal contra España. Quizá tampoco hay nada personal contra Cherie Blair, simplemente es una presa más en las fauces de los tabloides.

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