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Columna
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Alianza de civilizaciones

Recientemente, el presidente del Gobierno ha puesto de moda una nueva expresión política: la alianza de civilizaciones, en un inteligente remedo, a la contra, del famoso "choque de civilizaciones" que alumbró Huntington hace algunos años. Desde un punto de vista mediático, la expresión es un acierto. Zapatero y su equipo han dado con el modo emblemático de resumir una propuesta política que alude a un problema real: el creciente peso del Islam en el planeta y la necesidad de convivir con él desde nuevos presupuestos.

Hasta hace unas pocas décadas, Europa tenía del Islam una idea lejana, una lejanía, más que geográfica, psicológica. Hoy todo eso ha cambiado. Europa tiene el Islam dentro de casa. En Estados Unidos no son minorías despreciables, e incluso muy activas, como lo demuestran los numerosos movimientos de población negra americana vinculados al Islam. El cerco cultural se completa en Australia y Nueva Zelanda, donde una sociedad de origen europeo siente ya la presión demográfica y cultural de Indonesia, un gigante islámico con más de cien millones de habitantes.

La alianza de civilizaciones, versión ZP, alberga un abanico de buenas intenciones absolutamente loable. La cultura europea, con sus distintas prolongaciones en otras partes del mundo, desde Canadá hasta Argentina, desde Siberia hasta Tasmania, debe aprender a convivir con nuevas realidades sociales, religiosas y lingüísticas. La identidad laica es el mejor sustrato ideológico para desarrollar esa tarea, e incluso para hacerlo con la suficiente carga de autocrítica como para mejorar el modelo, aprender de los errores y ampliar los márgenes de tolerancia y respeto al diferente.

Lo que ocurre es que ello debe producirse con la necesaria correspondencia. Fastidia un poco ver a tanto islamista denunciando los muy vagos signos de xenofobia que pueden producirse hoy día en París o en Frankfurt, pero que evitan todo comentario cuando se alude al estado de la cuestión en sus países de origen. Ensayemos algunas preguntas retóricas, pero nada inocentes. ¿Puede una mujer europea pasear con la melena al viento por las calles de Teherán? ¿Qué pasaría hoy mismo en Riad o en La Meca si a un humilde grupo de cristianos se le ocurriera levantar una capilla?

Quien no sepa la respuesta obvia a estas preguntas tiene aún mucho que aprender sobre el Islam. Un torpe laicismo de colegio (de recuerdos de colegio de curas) impide a los cegatos columbrar por dónde vienen hoy los riesgos para la libertad de conciencia, la autonomía personal y la igualdad entre los sexos. Parece que el sentido de libertad que nos exigimos todos en Europa no resulta aplicable a esas sociedades donde el Islam, literalmente, condiciona la vida de forma radical, totalitaria y absolutamente impositiva.

Las minorías cristianas de países como Egipto o Irak se ven acosadas por una creciente marea de intolerancia; los escasos militantes laicos que emergen en esos países están haciendo las maletas aún más rápido que aquéllos. A nosotros nos preocupa, sin embargo, que ningún pequeño mahometano tenga que transgredir sus preceptos en los comedores de los colegios públicos o que en los hoteles europeos empiece a haber señales para indicar a los creyentes en las habitaciones hacia dónde cae La Meca. Está muy bien ser una sociedad abierta, pero no estaría mal pedir a las demás que también lo sean, máxime cuando sus ciudadanos vienen hasta nosotros con la intención de progresar, pero también resueltos a no perder su propia cultura e incluso, religiosamente, a hacer prosélitos.

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Hay que predicar la tolerancia para que todos vivamos en amantísima armonía aquí o en Lavapiés. Pero no creo que tal demanda deba ser menos expeditiva en otros sitios. Porque resulta sospechoso (e inquietante) recibir constantes lecciones de tolerancia por parte de las culturas que entre nosotros se encuentran en minoría, pero que donde son mayoritarias no tienen nada que enseñar a ese respecto.

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