La humanización de la empresa
Momentos cruciales de la humanidad ha habido varios, pero nunca como hoy hemos estado más cerca del retorno al arco y la flecha y para los individuos más afortunados (!) del traslado a otro planeta. Profecías que no son mías, pero tampoco pura ciencia ficción. Dejémoslo en catastrofismo. Es cierto que en pocas décadas han confluido varios factores potencialmente letales; y no es anormal un acontecimiento por no ser corriente.
El petróleo ya se estaba agotando hace treinta o cuarenta años y no era un infundio propagado por agoreros. Se encontraron nuevos yacimientos, pero a costa de restringir el espacio para nuevos hallazgos. Algunas compañías han admitido la sobrevaloración de sus reservas. La nueva economía se recupera lentamente del gran fiasco, pero no faltan empresarios a quienes no les impresiona el rendimiento de tanto nuevo gadget. También la biotecnología se ha visto obligada a reducir el paso: no parece que la inmortalidad esté a la vuelta de la esquina. El planeta está hecho unos zorros. El sistema no escarmentó tras la gran quiebra del 29 y está repitiendo los mismos errores, aunque en nuestros días los mecanismos de contención instaurados aminoren los daños resultantes de la piratería de cuello blanco. En el mundo millones de seres humanos están dispuestos a inmolarse en el nombre de Dios. De pronto se activan -como si no hubiera bastantes- nuevas amenazas que estaban latentes, aunque no tan sumergidas como el Prestige.
En cuanto al sistema económico. García Reche, siempre ameno e instructivo, observa un cierto prestigio del mundo empresarial en los años 80. "Calidad, innovación, atención al cliente, respeto al medio ambiente, balances sociales...". (Responsabilidad social de las empresas, EL PAÍS, 25-2-2004). Fue un tiempo que hubiera encantado a Schumpeter: la empresa como segundo domicilio, la empresa social opuesta a la anomia anterior. Pero el nuevo etos del sistema productivo -y en consecuencia de toda la sociedad- se vino abajo en sólo dos décadas. (García Reche cita factores como los escándalos financieros, las crisis alimentarias, Kioto, stock options, los altos sueldos de los directivos, etc). Con todo, García Reche ve síntomas de regreso al buen camino. Que así sea o el barco se va a pique.
Es verdad que Davos ya mira a Porto Alegre y alguien en Davos dijo: "No sólo dudamos de nosotros mismos, sino que no tenemos confianza en el futuro, ya no creemos en el mundo, en el mercado, no confiamos en nuestros líderes ni en nuestros expertos". Por ahí empieza el arrepentimiento, por la autocrítica. Pero cabe preguntarse si alumbra una nueva era o si sólo se trata de un fenómeno cíclico. Después de todo, Adam Smith ya arremetió contra las corporaciones por acciones.
Puedo estar en el error, naturalmente; pero creo que el arranque de la empresa concienciada es anterior a los años 80, lo que tal vez reforzaría la idea del ciclo. No me refiero a meros indicios que con los años cristalizarían en la eclosión descrita por mi admirado García Reche en su citado artículo. En los años sesenta, y más en los setenta, las voces críticas ya se levantaban contra el espíritu de la gran corporación, o sea, ganar dinero como fin único. No sabría decir hasta qué punto Schumpeter influyó en la crítica. Ya entonces -como hacen hoy los grupos rebeldes más constructivos- se exigía un cambio de valores a las grandes entidades económicas. No se les discutía el fundamento de su existencia -el propio Schumpeter era un ferviente capitalista-, sino que se aferraran al mismo como esencia única. En realidad, y puesto que las grandes corporaciones se enfrentaban a los Estados-nación, se les exigía que asumieran muchas de las atribuciones tradicionales de los mismos: cuidado del medio ambiente, la no complicidad con los regímenes dictatoriales, con el racismo y la xenofobia; amén de la humanización de las condiciones laborales. Eran asimismo denunciadas las prácticas monopolistas, la calidad de los productos y un largo etcétera. No serían tan débiles las críticas, pues las empresas intentaron aplacarlas con la introducción de mejoras, si bien, generalmente, dentro de los confines de sus respectivos territorios nacionales. Lo que no desmiente el dictum de que el capital no tiene patria y sí un enorme poder de adaptación. Cabe entonces preguntarse hasta qué punto aquello fue cosmética y relaciones públicas como parte de la cosmética. Hay que ser cautos a la hora de enjuiciar si nos hallamos no ya ante una humanización, sino, simplemente, ante un sincero cambio de actitud; o bien, si sólo es cosmética.
Puede tratarse, por otra parte, de un cambio de actitud no inspirado en los datos de la realidad. Los recursos naturales se agotan y en amplias zonas del mundo la población está alborotada. El fenómeno de la inmigración masiva es inquietante y amenaza con salpicar a unos y a otros. Occidente es una isla y a este paso no cabremos en la isla, mientras todo un continente -África- y parte de otros reúnen unas imposibles condiciones de vida. Por nuestro propio bien hay que actuar. Si tal es así, bienvenido sea esté lúcido egoísmo.
Cerca del 50% de las empresas internacionales ofrece informes sobre su compromiso social y medioambiental. Japón lidera el grupo, seguido por el Reino Unido y por los Estados Unidos. (No debe extrañar, pues son los países con mayor número de empresas transnacionales). Por EL PAÍS nos enteramos de que también España se incorpora lentamente a la lista. El Corte Inglés figura por cuarto año consecutivo en el número uno del Índice Merco. (Monitor Español de la Reputación Corporativa). Telefónica, Danone, Diaego España, entre otras, también se distinguen por más de una variable. Entre éstas figuran la "calidad del empleo, la ética y la responsabilidad social corporativa". Las dos últimas variables incluyen respeto al medio ambiente, es de suponer que no sólo el español, sino también el de los países en que operan.
Esta deriva fue desestimada por Heilbroner -y antes por el mismo Schumpeter-, pero García Reche, observador más cercano, podría estar en lo cierto. Que lo esté y se llegue a tiempo. Es vital para el mundo.
Manuel Lloris es doctor en Filosofía y Letras.
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