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Columna
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La estatua

Nunca había caído en la existencia de tal estatua ecuestre en la Castellana. Bien es verdad que uno cuando va por allí camina como una moto, pero ha hecho falta que la quiten para darme cuenta de su existencia, y en la de la ministra de Fomento de paso, descubrir que Blas Piñar sigue vivo y contemplar sin el miedo que me daban los saludos a la romana que los nostálgicos del franquismo ofrecían al pedestal huérfano de tan temido personaje. Pero no me parece bien borrar todo vestigio de nuestra historia reciente, sobre todo para evitar los errores del presente.

Los antifranquistas éramos cuatro sin tambor, y si vivimos en una democracia fue porque la Transición supuso la democratización de la izquierda y de la derecha para no volver al pasado. Por eso, dejar algún vestigio del pasado oprobioso no está mal. No tantos como los nombres de numerosas calles céntricas de la ciudad natal de nuestro presidente del Gobierno. Es un error negar todo vestigio del pasado porque, en tal caso, éste volverá.

A mí me pasó una cosa chusca con eso de los símbolos. Cuando gestionaba las escuelas del Ayuntamiento de Bilbao, aguanté durante ocho años el tirón de muchos padres que querían quitar el gran escudo imperial de las escuelas de Basurto. El arquitecto municipal, nada sospechoso de filia franquista, me expuso que el escudo formaba parte sustancial de la fachada, constituía una referencia histórica de la única escuela hecha en los años cincuenta e iba a quedar feísima sin dicho escudo. Aguanté el tirón, y reprimí mis ganas de derribarlo, excusándome en que esa referencia histórica no venía mal, que si no sabíamos mimar la democracia, puede venir lo que allí estaba. Luego, me sucedió en el cargo de concejal de Educación Antonio Basagoiti, del PP, y el escudo duró lo que un caramelo en la puerta de un colegio. Lo quitó. Casi me alegré. No hubo escándalo alguno, pero la fachada está hecha un desastre con ese cuadrado de cemento vacío. Lleva años así. Supongo que lo sustituirán por una ikurriña o algo semejante si el parco presupuesto que el Ayuntamiento destina a las escuelas lo permite.

Cuando no hay nada mejor que realizar nos dedicamos a eso, y si lo que queremos es hacer franquistas a nuestros adversarios no hay más que hacer cosas de éstas porque a alguno se le escapará la crítica acostumbrada a cualquier cosa que haga el Gobierno. Hacerlos malos, franquistas nostálgicos, que salga un partido a la derecha del PP, destrozar su posibilidad de alternativa es tirar piedras contra el tejado de todos, como pasó en Francia, donde surgió la ultraderecha para hacerle daño electoral precisamente a la izquierda.

Pero qué mal están las cosas cuando tanta importancia se le dan a los símbolos del pasado. Y es porque los tenemos en el presente, como si quisiéramos volver a él porque la democracia nos resulta aburrida y porque, sobre todo, la democracia no nos garantiza que nos eternicemos en el poder. El mismo mecanismo lógico utilizado por el nacionalismo vasco para eternizarse inventando el plan Ibarretxe. Aventuras de este tipo nos hacen a todos unos reaccionarios arrumbando la sana catarsis que supuso la Transición.

Transición que permitió a los comunistas hacerse menos comunistas, como dijo esa misma noche Zapatero, y a los de derechas menos de derechas, aunque manteniendo la duda de si los nacionalistas se han hecho menos nacionalistas. Siempre existe la excepción, no en vano los nacionalistas nos dan en sus medios de comunicación, siempre que viene al caso, y cuando no viene, la turrada con la guerra, la resistencia, el antifranquismo, falseando casi siempre la historia, pero manteniendo el rescoldo vivo del odio hacia el enemigo, apartándonos de la catarsis que supuso aquel olvido aparente del pasado para hacer un futuro en común. Tentación malsana donde las haya, desenterrar agravios y cadáveres para volver a producirlos, con la falsa ilusión de que si convertimos a nuestros adversarios electorales en el peor enemigo siempre ganaremos las elecciones. Qué estupidez.

Dejemos, pues, a los muertos en paz, tratémosles con indulgencia, puesto que están muertos, y no favorezcamos izquierdismos y derechismos, los unos y los otros, porque ésa es la historia ya sabida que tan mal nos fue. No nos aburramos trasladando los símbolos de los muertos. Dejemos que sea el alcalde de Santander, del PP, el que se lleve la estatua de su plaza como lo hizo Basagoiti con el escudo.

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