Clemente Domínguez, Gregorio XVII, el papa de El Palmar de Troya
Clemente Domínguez Gómez era conocido por sus seguidores como Gregorio XVII, autoproclamado papa de la Orden de los Carmelitas de la Santa Faz, en la aldea sevillana de El Palmar de Troya. A primera hora de ayer se conoció la noticia de su muerte en Utrera (Sevilla). Tenía 59 años.
La historia de cómo el contable de una compañía de seguros de Sevilla terminó convirtiéndose en un papa cismático, estigmatizado y con seguidores en medio mundo se remonta a 1969. Ese año, cuatro niñas de El Palmar de Troya, una pedanía de Utrera distante unos 30 kilómetros de la capital hispalense, dijeron que la Virgen se les había aparecido. Clemente Domínguez, como cientos de curiosos, visitó el lugar atraído por los milagros. Unos supuestos estigmas le hicieron protagonista y llevaron al olvido a las cuatro niñas.
Empezaba a gestarse la creación de la secta visionaria de Clemente, y la Iglesia iniciaba sus desautorizaciones. Pero ya era tarde. En 1974, Clemente -que todavía no era sacerdote- fundaba la Orden de los Carmelitas de la Santa Faz. Doce meses después, la orden contaba ya con suficientes fondos económicos para comprar una finca de 15.000 metros cuadrados a las afueras de El Palmar. Allí aún se construye una megalómana basílica con 12 torres de 40 metros de alto cada una.
Una decena de periodistas se agolpaban la mañana de ayer a las puertas del muro que rodea el templo que fue la sede del papado de Gregorio, y desde hoy será su tumba. Buscaban declaraciones del goteo de seguidores que, vestidos con el recato que exige su orden -ellos, con pantalón largo y camisa abrochada hasta el cuello; ellas, con falda negra hasta los tobillos, blusa de manga larga y cabeza cubierta con una toquilla-, cruzaban por un portón metálico el muro gris de cinco metros de alto que da acceso al complejo religioso.
Feligreses de paso rápido y mirada baja. Ninguno hizo comentarios. Las escasas palabras que cruzaban entre ellos antes de desaparecer las pronunciaban en alemán, inglés y otros idiomas. El sonido de sus acentos dibujaba el mapa de la rápida extensión mundial que tuvo la orden desde su fundación: Irlanda, Alemania, EE UU, países centroeuropeos y africanos. La mayoría de los seguidores de Clemente no son españoles.
La carrera religiosa que disfrutó Clemente fue tan meteórica como su expansión por el mundo. En 1976, ya ciego por un accidente automovilístico que había sufrido el año anterior, fue ordenado sacerdote por el arzobispo vietnamita Pedro Martín Ngo-Dinh-Thuc. Sólo unos días más tarde, el mismo Ngo -creyente fervoroso y declarado del sevillano- elevó a Clemente a la categoría de obispo. Ese mismo, año la Iglesia romana le excomulgó a él y al resto de dirigentes de su congregación.
En 1978, Clemente volvió a recibir órdenes de la Virgen: debía proclamarse papa. Clemente escogió el nombre de Gregorio XVII y comenzó a publicar documentos papales que canonizaban a personajes tales como don Pelayo, Carrero Blanco o Franco.
"Cada año me visitan unos 20.000 clientes. Todos seguidores del Papa", dice Antonio, que regenta un restaurante en la aldea, y solía llevar las comidas para el Papa, quien, según él, "era una persona muy prudente y de pocas palabras". Ayer, en su terraza, varias familias extranjeras comían al sol. Dentro, el alemán Andrea tomaba unas cervezas mientras bromeaba con los parroquianos. Vestía un mono de albañil. "Trabaja en la basílica. En la tumba del Papa", afirma un camarero.
"Ya se lo esperaban", confirma Antonio. Cuando se le pregunta, la sonrisa de Andrea desaparece. "No hablo. Ni nadie de nosotros lo hará". Gregorio, un compañero de barra, también alemán y como él seguidor del Papa cismático, insiste: "No hablaremos con nosotros". El hermetismo del que hacían gala estos dos feligreses rodeó siempre al papa Gregorio y, en especial, a su economía. En 1988 consiguió la legalización como orden religiosa y de paso quedó exenta de pagar impuestos.-
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