Dos años después
Dos años después de que la Administración de Bush iniciara la invasión de Irak, los iraquíes han celebrado sus primeras elecciones democráticas, se ha constituido la Asamblea -empantanada por discrepancias entre chiíes y kurdos-, pero la ofensiva terrorista sigue siendo constante y el país se mantiene sumergido en la zozobra ante su destino. El paseo militar que llevó a Bagdad el 9 de abril de 2003 a las tropas de Estados Unidos se convirtió pronto en una pesadilla que no ha terminado. No han disminuido la resistencia ni el terrorismo. Y es un hecho que donde no había proyectos terroristas hoy los hay. Desgraciadamente, la inseguridad reinante ha convertido a Irak en un agujero negro para la prensa independiente, que es incapaz de funcionar ante la amenaza terrorista y la inseguridad endémica.
La guerra se inició con unos supuestos que demostraron ser absolutamente falsos. No se ha encontrado rastro alguno de las supuestas armas de destrucción masiva en poder de Sadam Husein. Y está por comprobarse todavía el argumento posterior sobre la primavera árabe que marque una iniciativa democratizadora en todo Oriente Próximo. Ha habido muchos movimientos en los últimos meses y muchos de ellos son positivos. Lo que está ocurriendo en Líbano tiene mucho que ver con la presión de EE UU y Europa. El éxito de Mahmud Abbas en las elecciones a la presidencia palestina se debe mucho a la desaparición de Arafat y al agotamiento del enfrentamiento entre israelíes y palestinos. Y Bush se ha percatado finalmente de que tiene que encauzar este conflicto, que supone un factor constante de agravio e inestabilidad para el mundo árabe y musulmán.
Hay un cierto movimiento que recorre Oriente Próximo, aunque sean todavía muy prematuros los juicios sobre su profundidad y la dirección del cambio. Cabe dudar, por ejemplo, que unas elecciones presidenciales teóricamente plurales en Egipto vayan más lejos de un revoco de la fachada. Está por ver hacia dónde se dirigen tanto Siria como Irán y cuál será el papel del chiísmo, dominante en Teherán, mayoritario en Bagdad y con una enorme fuerza en Líbano.
Y en medio está la fragilidad del nuevo Irak. Tras los comicios del 30 de enero, las dificultades para formar Gobierno son un reflejo de las líneas divisorias: el control del petróleo, especialmente en la zona de Kirkuk, que reclaman los kurdos frente a los chiíes; el predominio entre éstos de partidos religiosos que quieren instaurar la sharia como última referencia de la ley, aunque no propugnen una teocracia como en Irán, y unos suníes minoritarios y perdedores. Con la formación del Gobierno se está librando una negociación en la que se quiere prefigurar la futura Constitución que ha de redactar la Asamblea y el reparto territorial de un país quebradizo.
Si los aliados de Washington en la OTAN están colaborando en la reconstrucción del Estado, formando dentro o fuera de Irak a militares, policías, jueces y fiscales, en general muchos aún desconfían de que Irak se oriente hacia la estabilidad. La credibilidad del proyecto inicial de EE UU ha sufrido tanto que es inmensamente vulnerable pese a los avances que reclaman haber obtenido. Los norteamericanos han perdido ya más de 1.500 militares -más en la llamada posguerra que en la guerra- y cada vez son más los aliados aún allí presentes que meditan su retirada. España fue el primer país en retirarse de la coalición, pero ya no el único. Le han seguido muchos otros, como Holanda, Ucrania y Filipinas, y hasta la Italia de Berlusconi reflexiona en voz alta al respecto.
El presidente Bush ha cambiado su discurso, poniendo por delante la libertad e incluso la utilidad del multilateralismo que tanto despreció en su momento. Pero ayer dejó claro que no tiene intención alguna de revisar su política de estos dos años y que la considera reafirmada por los hechos y ratificada por la voluntad de los norteamericanos en las últimas elecciones. Por desgracia, habla poco de derechos humanos y de la voluntad firme que su Administración debería tener para defenderlos. Las ignominias de la prisión de Abu Ghraib, en Irak, o en Guantánamo; los malos tratos a presos en Afganistán, y otras prácticas de excepción absolutamente condenables parecen no formar parte de sus prioridades. Es lamentable, y además dificulta las relaciones con sociedades como las europeas, mucho más sensibles ante los atropellos de los derechos humanos.
Así al menos lo ve la opinión pública española, que masivamente apoya el objetivo de Bush de promover la democracia en el mundo, pero más masivamente expresa su escepticismo, cuando no su incredulidad absoluta, respecto a los propósitos en su política exterior del presidente de Estados Unidos en un segundo mandato.
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