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Columna
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Pájaros y campanas

Enrique Tierno Galván, que gustaba de los anacronismos y con eso parecía más moderno por paradoja, estuvo por recuperar para Madrid el sonido de sus campanas. Pero se encontró con que había demasiado campanario abandonado, mucha campana sin badajo ni cuerda para tocarla, poco campanero voluntario y mucha exigencia sindical en las sacristías que hacía cara la música de las campanas, a pesar de la electrificación del repique y los campaneros automáticos. Quizá por eso, en mi parroquia de Madrid no doblaron las campanas el viernes: se habían olvidado de doblar y no estaban en condiciones, herrumbrosas.

Y en el convento que hay al lado de casa, mucho me temo que las monjas hayan olvidado el camino de la espadaña, o no tengan edad, las que quedan, para subir a las torres. Pero muchas campanas de Madrid sí tocaron, dieron su sonido de paz, ecuménico. Desde una torre civil, la de la Puerta del Sol, las campanas de los días de fiesta doblaron esta vez en el duelo por todos los muertos de todos los credos en el 11 de marzo. Y, llegado ese día, cuando se describía nuestro duelo, se contaba que el silencio sólo había sido roto en los momentos principales del recordatorio por los pájaros y las campanas.

Los pájaros son fieles a la ciudad, se albergan en las azoteas y en los parques y no le escatiman la música de sus trinos a Madrid por mucho que las contaminaciones les pringuen las alas y les pongan difícil el aliento y el alimento. Madrid, que tiene un suelo variado, tiene también un cielo prestigioso, carne de eslogan turístico y de canciones, metáfora muy usada. Y hay ahí, donde los gases y los humos consolidan ahora otros espacios incómodos, un lugar para el silbo de las aves migratorias que pasan, en busca de sus nidos rurales, y se aposentan en las torres, viejas y nuevas, de la urbe madrileña o en las de los pueblos de la región.

Las cigüeñas, que también tienen su música de matraca -aquel viejo instrumento monótono y con ruido de cacharro que sustituía a las campanas en los viernes santos-, han sido siempre buenas convecinas de las campanas, se han adaptado a sus euforias del repique, a los tañidos de sus llamadas al rezo, al doblar severo en hora de muertos. Esa música en el aire, ese instrumento comunitario y de comunicación, que no sólo anunciaba la misa o daba la hora, sino que avisaba del peligro y llamaba a rebato, o se convertía en la música de la fiesta y la algarabía, tan propia de la tribu, era la música de la existencia rutinaria, un canto del tiempo, que variaba sus sones de acuerdo con unas reglas, con una liturgia convenida y con unos códigos para entendernos.

Pero en la medida en que hemos preferido el ruido del sumidero a la música del aire, menos atendemos a campanas. Ni para que nos den la hora, que la llevamos puesta; ni para ir a misa, que es cosa de pocos, según las encuestas; ni para que llamen a rebato en los tiempos de los altavoces y los móviles; ni para que lloren en el aire en nuestro propio recuerdo al morirnos. Por eso, el otro día, cuando se anunciaba que las campanas iban a sonar a la hora exacta en que se consumó la terrible masacre, en lugar de decir que doblarían, o sea, que tocarían a muerto, se decía que repicarían, sin distinguir los diferentes modos de expresarse de las campanas; se sabe poco de su lenguaje. Fuera y dentro de la Iglesia. Algunas iglesias modernas nacen ya sin campanarios y sin campanas en los pueblos dormitorios y en las modernas concentraciones urbanas.

Otra cosa es que La Almudena, nueva, cuente con muchas y las use: la catedral de Madrid es una industria de la celebración oficial. Y en cuanto a los pájaros, que estaban acostumbrados al sobresalto del bronce, ahora, en esas autovías aéreas y transitadísimas, supongo que no ganarán para sustos con los aviones que llegan a Barajas o parten para otros mundos, y bajan más el vuelo. Los mirlos anidan en los patios de manzana, merodean por las terrazas, hacen amigos en los tendederos. Unas veces se espantan con los cohetes y otras se aterran con la pólvora asesina. Pero, aunque huyen, vuelven. Y cuando, como el viernes, callamos para recordar, comprobamos que ahí están, con nosotros. O que vuelan hacia el Bosque de los Ausentes y cantan allí como campanas.

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