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IDA y VUELTA
Columna
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Separatismo

El azar ha querido que esta semana me haya reencontrado con tres personas a las que hacía años que no veía. Han sido encuentros casuales, en la calle, en el metro y en Ikea. Tienen algo en común: todas me contaron que se habían separado. Lo tomé, pues, como una muestra sociológica: dos hombres y una mujer, supervivientes de relaciones más o menos desastrosas, con o sin hijos. La conversación más larga la tuve en Ikea, lugar en el que, según dijo mi interlocutor, se producen premonitorias aglomeraciones de separados. Es un dato para retener: de todos los que recorren los pasillos de la macrotienda, un porcentaje considerable son separados (y el resto parejas primerizas que amueblan su primer nido de amor, en el que se incubarán las futuras separaciones).

La idea no me sorprendió porque el primer separado con el que me había tropezado me contó una teoría que apunta en la misma dirección: el boom inmobiliario actual se basa en la inestabilidad de las parejas. Pisos de propiedad o alquiler son ocupados por las víctimas de este vendaval separatista. Paralelamente, una serie de colectivos se beneficia de sus secuelas: psicólogos (para los que deben superar durísimas depresiones o para los hijos desorientados), abogados y, por supuesto, tiendas de muebles, electrodomésticos, colchones y toda la ropa que hay que duplicar para disponer de lo necesario, no ya en un único domicilio sino en, como mínimo, dos. Digo "como mínimo" porque otro de los reencontrados, la mujer, me contó su odisea. De su primer matrimonio tenía un hijo. Al separarse, se fue a vivir con otro hombre, con el que tuvo una hija, que se sumó a los dos que su nuevo cónyuge aportaba a la relación. Pero al romper con este segundo sujeto, el hijo del primer matrimonio y la hija del segundo le piden estar con el marido número 1 (habitación en casa del padre y otra en casa de la madre), pero también desea conservar el afecto del marido número 2 y de sus hijos (otra habitación). "He comprado tantos calcetines que no los puedo contar", me dijo. No me atreví a sugerirle que ingresara en un convento. Pero lo cierto es que, de todas las historias de separaciones, siempre me admira la sorpresa de quienes la viven, que incluye relatos tan diversos como la trama del culebrón de TV-3 Ventdelplà o esta frase, que aparece en la esperadísima última novela de Javier Cercas (página 205): "Llega un momento en la vida de las parejas en que todo cuanto se dicen lo dicen para hacerse daño". Por suerte, no existe un patrón inflexible de fracaso o de éxito en la pareja, ni siquiera una estrategia racional que justifique su creación, mantenimiento o disolución. El escritor Pascal Bruckner decía hace poco: "La pareja, si fracasa, es a causa de su éxito. El siglo pasado inventó el matrimonio de amor basado en la apuesta de unir la intensidad y la duración, en la creencia de que se puede levantar una vida familiar y conyugal sobre el deseo y la pasión. Nuestros abuelos sabían que la sexualidad y la permanencia no iban juntas. Uno se casaba por interés y amaba fuera de la pareja. Ahora la pareja vive un estado de crisis permanente porque debe extraer de su propio seno las fuerzas necesarias para regenerarse". Los hay que rehacen su vida sentimental con dignidad y otros que persisten en el desastre. Incluso hay ingenuos que se compran libros de autoayuda buscando remedios tan opinables como el siguiente, recogido por un especialista de cuyo nombre no quiero acordarme: "Evitar discusiones innecesarias". Discrepo: el gran aliciente para algunas parejas que todavía se resisten a separarse son precisamente esas entrañables, estúpidas y agotadoras discusiones.

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