Brossiana
Joan Brossa. Qué bicho más raro. No he conocido otro igual. Qué camino más difícil, y más solitario. Hablo del teatro, claro, su gran asignatura pendiente, su eterna espinita clavada. Todo lo demás (salvo también, quizá, su poesía) logró "colocarlo", conectar con el público, darle salida. El teatro, en cambio... Un teatro que no se parecía a nada ni a nadie. Un pie, quizá, en el mundo de Trabal y otro en el de Armando Matías Guiu, para entendernos. Y detrás, siempre, los clásicos: Shakespeare y los griegos. Un Valle-Inclán pasado de cafiaspirinas, un episodio de las Hermanas Gilda incendiado por un isabelino. La misma extrañeza que, cuando niños, escuchábamos una conversación de adultos sin entender de qué estaban hablando ni por qué hablaban así. Banalidad dislocada, transfigurada desde su mera selección y enunciación: la especialidad de Can Brossa. Nunca le pregunté lo que quería preguntarle, en parte porque hablarle de teatro, de su teatro, era abrir una espita de quejas y/o maldiciones. ¿Sobrevaloró al público de su tiempo, cuando empezaba, en los cincuenta? Parece que en aquella época sólo había dos vías posibles: la comedia ligera, costumbrista, con más o menos gracia, y la comedia severa, con grandes pretensiones, grandes temas, grandes mensajes. Muchos vocativos (¡Evaristo, que te he visto!) o muchos signos de admiración pero muy pocos puntos suspensivos, y el teatro de Brossa estaba lleno de puntos suspensivos, como toques de morse procedentes de un planeta desconocido. Entonces, en plenos años cincuenta, que eran como los cuarenta pero con menos muertos y más coches ¿realmente creía Brossa que "aquello" podría llegar a estrenarse? ¿O escribía para los happy few, para "cuando llegase el momento"? Una obra como Repartiment de la vida (1958), que reproduce fielmente las conversaciones de una peña deportiva y acaba con la frase "¡dictador, t'hem d'esbotzar!", no parece escrita precisamente para que la estrenara Capri en el Romea. Yo recuerdo, tras la llegada del "momento", después de las heces fecales en forma de melena, muy pocos montajes decentes de Brossa. Decentes: que entretuvieran, que intrigasen, que supieran mostrar, con sencillez y malicia, el humor y la poesía y el misterio de sus textos. Sin añadir sentidos suplementarios, sin llevarlo hacia la parodia de géneros o hacia la farsa, que le sienta a Brossa como a un Cristo dos pistolas. Quiriquibú, 1976, un espectáculo del Lliure antes de que el Lliure existiera. Brossarium, 1980, de Mesalles. El sarau, que dirigió Bonnin en plenos Juegos Olímpicos. Cantonada Brossa, 1999, de nuevo en el Lliure: un póquer jugado (y ganado) por Pasqual, la Sardá, Montanyès y Josep Maria Mestres. Entretanto, se abrió el Nacional y despacharon a Brossa con un collage circunstancial, casi un entierro de tercera. Bonnin, vestal del culto, volvió a prender la llama. Es un templo humilde y poderoso, el Espai Brossa, al otro lado de la luna posolímpica y diseñadita, entre el Museo Picasso y el Umbracle que reinventó Portabella con guión del poeta en zapatillas: un enclave esotéricamente perfecto. En el Espai Brossa, por puro amor a la causa, se han visto los mejores montajes de este genio de la Lírica Dadá. En 1998, Olga sola, gentileza de Rosa Novell. En 2001, Aquí al bosc, oficiado por Jordi Coca. Y en estos días, en este invierno que nos trae nostalgias de la mítica nevada de 1962, La xarxa (la red), otra joya, otro estreno absoluto, con la garantía de Conservas Mestres. Lo diré de otra manera: mientras el Nacional mira hacia otro lado, hacia el bajel pirata que llaman por su fortuna el vendido, en el humilde Espai Brossa está ocurriendo algo muy importante por partida triple. Una obra mayor disfrazada, como siempre, de miniatura miniada. Un conjunto trabajo de filigrana. Y la revelación de una espléndida joven actriz: Silvia Bel.
En Els beneficis de la nació, los personajes hablaban de fútbol con el tono de las gestas de la Ilíada. En La xarxa, que sólo se vio una vez, en 1954, en el domicilio del doctor Obiols, se nos cuenta la leyenda de Tristán e Isolda con la cámara a la altura de Ozu. Una Isolda de barrio, con vestidito de cretona; un Tristán con gorra de plato y mandil menestral, que podría cantar Rosó o Arri Joan y se sale por peteneras wagnerianas sin saberlo, en vísperas de la proclamación de la República. Un Tristán y una Isolda que, en una palabra, podrían ser mis abuelos. Brossa también podría ser mi abuelo, ahora que lo pienso. Mi abuelo hablándome, muerto, en sueños. "Poesía escénica", llamó Brossa a su teatro, y tenía razón: un prodigio alquímico, un cóctel llameante de naturalismo onírico y heightened rethorical prose. En La xarxa, Isolda no necesita pociones mágicas para caer loca de amor. Le basta un pretendiente rico, un fabricante de tresillos mentales a la busca de figuritas de porcelana, y un encuentro con el sobrino del ricacho, en un café de paredes rojo pálido que pronto van a ser rojo fuego. El trabajo de estos cuatro actores está pautado frase a frase, gesto a gesto, nota a nota. Copio, por la cara, al maestro Benach: "Lo más hermético se ilumina gracias a la cadencia y la modulación de cada palabra, a la elocuencia de la expresión y el gesto". El ricacho es Victor Pi, con una presencia y un poderío y una seguridad deslumbrantes. Maife Gil, en su doble rol de madre de Isolda y casi nodriza de Julieta, no deja escapar una sola mariposa, sea blanca, negra o calva. Tristán es Pau Miró, con la nariz y los tobillos empapados en la niebla de Marcel Carné. Isolda es Silvia Bel, un torrente de luz y sentimiento. Yo diría que no había visto nada de esta actriz, al menos nada de este calibre. Josep María Mestres ha detectado esa luz y le ha abierto la puerta a la fiebre, y ha sabido llevarla de la mano hasta el otro lado, sujetando el cordelito del regreso. El tercer acto, su delirio de amor a las puertas de la muerte, es una pura incandescencia. Silvia Bel, una muchacha nacida para interpretar a Ofelia, a Desdémona, a Julieta, lo que le echen. Todo esto está sucediendo en el Espai Brossa, y debería suceder, pronto, en otros teatros españoles.
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