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Columna
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Convivencia

Cualquier persona mayor de edad tiene derecho a cambiar de domicilio, a dejar la casa de sus padres, a divorciarse, a buscar la ilusión de su propio destino. La vida independiente es un fantasma que pretende olvidarse de la realidad, esa geografía última y flexible en la que coinciden el amor y los bancos, el amor que cobra intereses por sus hipotecas sentimentales y los bancos que nos acompañan de cerca en la salud y en la enfermedad, en la pobreza y en la riqueza, hasta que la muerte nos separe, porque todo lo que ellos unen en sus paraísos nadie puede separarlo en la tierra. Pero en fin, aunque la vida independiente sea un fantasma del pasado, la gente afantasmada vive la ilusión de su propio destino. Lo que resulta más molesto es que las honradas identidades independientes procuren mantener las relaciones de convivencia imponiendo la desigualdad de trato en la vida cotidiana. Estoy pensando en un hijo que quiere quedarse en casa de los padres, exigiendo que lo cuiden mejor que a otros hermanos, sin respetar los horarios de comidas y las reglas de la educación. Estoy pensando en las parejas que conservan sus relaciones gracias a un desequilibrio de poderes aceptado por los golpes de la agresividad o por las humillaciones de la rutina. Estoy pensando en los nacionalistas que pretenden reformar sus Estatutos autonómicos, considerando que la defensa de sus derechos históricos consiste en imponer negociaciones desiguales en el interior del Estado. Las diferencias pueden invitar al respeto, al diálogo, a la solidaridad, a las políticas discriminatorias que trabajen en favor de la igualdad, pero nunca a la santificación de unas realidades injustas.

Comprendo que mi mujer tiene derecho a divorciarse de mí (aunque opino que sería un auténtico disparate, ¡con la prenda que yo soy!), pero no considero lógico aceptar que nuestro proyecto de vida se base en que ella pueda salir de copas por las noches y yo esté obligado a llegar a casa antes de las diez. Muchos españoles se indignan al oír la palabra independencia. Confieso que yo me preocupo más cuando alguien intenta compartir piso o Estado, creyéndose con derecho a imponer acuerdos egoístas y a marcar desde sus legislaciones autonómicas el rumbo de la convivencia colectiva. Andalucía debe utilizar su peso histórico y demográfico para proponer un poco de sentido común en el debate sobre la ordenación territorial española. Conviene cambiar la dinámica de las discusiones. Es oportuno unir el respeto y la igualdad, y recordar que las palabras libertad y progreso tienen más que ver con aquello que une a los seres humanos que con aquello que los separa. Es oportuno también defender la descentralización como una política al servicio directo de los ciudadanos, para que disfruten de mejor sanidad, mejor educación, mejores infraestructuras y mejores ventanillas de reclamaciones. La aportación de Andalucía puede basarse en un debate rápido y eficaz sobre su Estatuto, para abrir inmediatamente una discusión profunda sobre el estado de nuestra enseñanza pública y de nuestros servicios sociales. Sirve de poco invertir el tiempo en las esencias, cuando nos olvidamos de nuestra existencia. Corremos el peligro de que se nos caigan las ciudades.

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