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Columna
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La telonera prodigiosa

El Madrid del comienzo del siglo XX empezaba a desperezarse bajo la firme y suave mano de la reina gobernadora, ávido de novedades y de cuanto, con algún retraso, llega de otras tierras. Decir que los madrileños iban a los toros es una exageración; pongamos que asistían a las corridas quienes tenían dinero, los demás las comentaban en la barbería o en los cafés, de los que estaba próvidamente surtida la ciudad. También prosperaba el teatro, con tradición secular, espectáculo que no dejó de ser popular, aunque más bien concentrado en la burguesía naciente.

Para el público masculino surgió una nueva atracción, con aires parisienses: el café-concert, híbrido del lugar de reunión donde charlar, fumar y beber al tiempo que se admiraba o rechazaba a los artistas ante una clientela envuelta en humo de cigarros y vapores alcohólicos. Lugar, también, de recalada para literatos en ciernes, pintores iniciales, músicos famélicos. Uno de estos locales está unido a mi remota adolescencia, tiempo después y quizás el mismo que da origen a esta croniquilla, donde se parte del cabaret mestizo: el Kursaal, etapa diaria de algunos intelectuales entre los que siempre destacaban don Ramón del Valle-Inclán, el Caballero Audaz, y, entre otros plumíferos, un sujeto torvo llamado Mateo Morral, que lanzó un ramo de flores-bomba a la carroza que llevaba a un recién casado Alfonso XIII por la calle Arenal. El que yo conocí en los años finales de la Segunda República se llamaba Kursaal Magdalena y estaba al principio de dicha calle, que tiene origen en la plaza de Antón Martín. Era un antro penumbroso donde se sucedían las actuaciones de mujeres muy poco vestidas, algunas bailarinas, otras cantantes, entreveradas por algún cómico cuyas gracias no solían ser apreciadas.

En ese u otro, homónimo, actuaban, treinta años antes, dos chicas malagueñas, bajo el nombre artístico de Las Camelias, que abrían la sesión bailando aires andaluces. Hijas de don Ángel Delgado y de doña Candelaria Briones, Victoria y Ana, de dieciocho y diecisiete años, respectivamente, hacían lo que podían con gran vocación y gracia. Vivían con los padres, que habían abandonado la tierra natal en busca de mejor fortuna. No quitaban el ojo de la honra de sus niñas, especialmente la madre.

El 28 de mayo de 1906 se celebran los esponsales del joven rey de España y al evento acude la flor y nata de todos los países, instalados desde poco antes en hoteles y mansiones de la capital. Desde una remota región había llegado un príncipe indio, rajá de uno de los más de 500 pequeños estados que tutelaban los ingleses. Gran señor, espléndido, generoso, cautivado por Occidente, visitante asiduo de París y Londres, recalaba en la ciudad española con el fausto motivo. La casualidad y el aburrimiento le hicieron entrar en aquel cafetín y cuando se alza el telón sus ojos ven al ser que más emoción le proporciona la vida: una de aquellas bailarinas teloneras se hizo la dueña de un corazón y una intimidad ya compartidos, por otra parte, con cuatro esposas legítimas y un tropel de concubinas. El maharajá de Kapurtala solía satisfacer sus menores deseos en el más breve plazo y puso cerco a aquella fascinadora criatura: Anita Delgado.

Flores, obsequios de fuste, asiduidad chocaron con la vanguardia de doña Candelaria, pero el alma de la bailarina, su vanidad y su curiosidad alentaron al bello príncipe de tez oscura, esbelto porte y maneras seductoras, que consigue que la joven, con sus padres, vaya a París. Allí se casan por lo civil y allí pasa unos meses la malagueña, aprendiendo francés, inglés, equitación, piano, billar y modales cortesanos. De allí, al palacio de Kapurtala. La historia de amor duró dieciocho años en el remoto principado de Kapurtala, bajo la sombra del Himalaya, con todo el fasto y la imaginación atribuible a los cuentos orientales. Tuvo un hijo, reinó con la enemistad de las otras mujeres y la simpatía y admiración de cuantos la conocieron. El cuento derivó en drama griego: la raní se enamora del hijo del esposo, de su misma edad, y es repudiada y expulsada del cuestionable paraíso, siempre asistida por la generosidad del príncipe. Muere en Madrid, a los 72 años, en 1962. La extraordinaria experiencia de Anita Delgado, su vida en aquel otro mundo lo cuenta, con extraordinaria maestría, el escritor Javier Moro en un reciente libro, Pasión india, describiendo paisajes, situaciones y personajes de aquellas tierras, que conoce a fondo.

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