_
_
_
_
FUERA DE CASA
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Entre copas y humos

Madrid, entre copos, y yo, entre copas. Tan lejos de la nieve y tan cerca de Estados Unidos. No tengo arreglo: precisamente esta semana, con esa espectacular recuperación de la infancia que siempre trae el regreso a las nieves de antaño, precisamente esta semana, se me ocurre escaparme a México DF, que es como Madrid a lo desmadrado, pero con menos negritos, con más indios. Tenía razón el flaco Agustín Lara: "Madrid, Madrid, en México se piensa mucho en ti". Debe de ser por la nostalgia de la nieve, porque no tengo ninguna maldición de Moctezuma. Aunque no descarto que también estén ayudando a mi nostalgia de nacionalismo madrileño los documentales que estoy viendo en el festival de cine del DF. No digo que no me interesen las cuatro horas de interpretación de Heidegger a los poemas de Holderling; ni las nueve horas, nueve, de un documental chino sobre la decadencia de una zona industrial; ni que me parezcan pocas otras cuatro horas sobre el papel de Henri Langlois en la filmoteca francesa. No será por eso, pero me siento nostálgico tan lejos del Chicote; quiero decir de El Cock, nuestro Chicote desde hace casi veinte años. ¿O será que en la última noche en el bar de tantas noches me encontré a Elsa Pataki en carne mortal? Sí, estaba Elsa en compañía de dos guardaespaldas que se parecían mucho a Garci y Carlos Hipólito. Celebraban el fin de rodaje de la nueva versión de Ninnette y un señor de Murcia, una manera de conmemorar el centenario de Miguel Mihura. El humorista madrileño, cuando tuvo que razonar por qué había nacido en Madrid, en vez de en Burgos o en Santillana del Mar, decidió que eligió Madrid porque le pillaba más cerca de Chicote. Así eran nuestros bebedores de antaño, con sus arcaicas aficiones a mezclar las copas con la crema de la intelectualidad.

Nostalgias nevadas aparte, México no se diferencia mucho de Madrid. También tiene su estatua de la Cibeles, su ateneo, su casino español, los viejos cafes, muchos quijotes -¡que se lo pregunten a Eulalio Ferrer!- y su enorme bandera en el mejor estilo de la plaza de Colón, ¿o es al revés? Les faltan, eso sí, monarcas y monárquicos; a cambio tienen muchos republicanos. Nadie es perfecto.

En mi primer paseo por el centro de la ciudad me tropecé con la crema de la intelectualidad. Con la crema y con la nata. Estaban todos en la celebración del cincuentenario del más prestigioso de sus premios literarios, el Xavier Villaurrutia. Una versión mexicana de nuestro Cervantes, pero con menos corbatas y más tequila. Mexico DF será muy grande, pero no se libra de ser un poblachón manchego venido a más. Sin tener que recurrir a las Instrucciones para vivir en México -un imprescindible libro del gran Jorge Ibargüengoitia, muy útil para los que piensen en fugas mexicanas-, uno se tropieza con los intelectuales sin tener ningún esfuerzo. Pongo por testigo a mi admirado Juan Villoro. Con él, y con otros más bajitos, me tropecé por azar o necesidad en pleno centro histórico de la capital, en el neto set de la arquitectura de la conquista. Villoro, después de sus voluntarios exilios por Europa, España incluida, ha regresado a la patria, es decir, al mole de la abuela; los mexicanos no sirven para los exilios. Villoro, tampoco. Es un gusto encontrarse con este escritor, ni criollo metafísico, ni mariachi evaporado. En un momento te hace un inteligente recorrido por lo último de la historia cultural de su país. Las historias se parecen, se repiten, ocurren dos veces: primero como tragedia, después como telenovela. Así transcurría la noche mexicana, relajada, entre maledicencias, tequilas y libros, cuando se asomó la puñetera realidad en forma de tragedia. Guillermo Cabrera Infante acababa de morir lejos de La Habana. Se nos jodió la alegre vista al amanecer desde nuestro trópico mexicano. Nos quedamos como tristes tigres, como tigres que escriben ochos en sus jaulas. Tuvimos que sacar oficio, hacer humos y volver al recuerdo del amigo que mejor nos contó La Habana, a partir de ahora más difunta.

Guillermo se fue. Nos quedan sus historias, sus libros, su capacidad de hacer literario el habla, la música y el espíritu de un pueblo que ningún comandante podrá parar. Bien lo expresaba Enrique Krauze: Castro no lo castró. Siempre nos quedará Guillermo. Espero que algún día, más pronto que tarde, pueda volver en forma de cenizas, de polvo enamorado, en manos de Miriam Gómez, a La Habana de la que nunca se fue del todo.

Cerca de un cine, antes de mi fuga de México, me encontré al astur-mexicano Paco Ignacio Taibo, el dos. Nada que ver con Cabrera Infante, ni con el Premio Villaurrutia, ni con la crema de la intelectualidad. Taibo es otra cosa. Un volcán en perpetua ebullición, que se guarda mucho de colocarse bajo el volcán. Sólo bebe coca-cola, aunque esté subvencionado por la pepsi. Dentro de pocas semanas publicará su novela escrita a cuatro manos en compañía del subcomandante Marcos. Parece que la idea surgió como homenaje a Manuel Vázquez Montalbán, y que fue el letraherido sub el que tiró los tejos para conseguir su boda civil y literaria con Taibo. El subcomandante renace de sus cenizas; para no quitarse la careta, no elige mal a sus compañías mediáticas. Taibo, el escritor blanco con el alma negra, no lo dudó dos veces. Aplazó su anunciada biografía de Pancho Villa, del que terminaremos sabiendo todas sus amantes, conociendo todos sus sombreros. Taibo está metido de lleno en la vida sin milagros de un bandolero que dominó un imperio, pero no dudó en dar el sí al subcomandante. Ya que no consigue el triunfo de la revolución, al menos se prepara para el Premio Planeta.

Después de Taibo y su revolución con cola nos volvemos a las copas. Al vino de Ribera de Duero que en una fiesta bebimos con alegría con un joven de moda. Se llama Alexander Payne. Es el ganador de dos Globo de Oro con su película Entre copas, y pasaba por el Festival de México a la espera de la noche de los Oscar, en la que tiene cinco nominaciones. Con Payne es fácil brindar con vino español: habla un castellano de Salamanca, se reconoce experto en vinos del Duero, no es pijo, no vota a Bush y asegura que su español mejora cada día con la lectura de EL PAÍS. Permanezcan atentos a la pantalla en esta noche de Oscar: es muy posible que vean a este joven director que confiesa que ha bebido.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_