_
_
_
_
LA CRÓNICA
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Del 'cap i pota' al simple bistec

La curadilla era un plato que se cocinaba en el antiguo matadero de Barcelona. Se componía de sangre y de asaduras, lo que los catalanes llamamos perdiu. Las asaduras son las entrañas y los pulmones de los animales, especialmente las ovejas. Ignoro si en Mercabarna continúan la tradición, pero lo cierto es que cada vez se comen menos vísceras, o menuts. Todo tiene un motivo. En la posguerra y en los largos años de penuria económica el bistec era de corazón de buey, por no decir de lengua o de molleja. Las amas de casa -digo amas porque los hombres, en aquellos tiempos, raramente se ponían el delantal- sabían cocinar una cola de buey o una pata de ternera; conocían los secretos para que la tripa no saliera tan dura, para que las criadillas no atufaran y para que unas carrilladas de buey, que son la parte exterior de las mejillas, parecieran el más tierno y exquisito filete preparando un fricandó. El pollo era un lujo y se reservaba para las grandes fiestas. Por esto, los puestos de menuts se ganaban la vida y en los mercados había competencia. Pero la sociedad prosperó. La gente podía comprar filetes y pollos a mansalva, las mujeres empezaron a trabajar fuera de casa y no había tiempo para muchas filigranas: cocinar un filete no requiere demasiada traza. Poco a poco los guisos se delegaron a las abuelas, a aquellas mujeres que, sin pretenderlo, han hecho de la cocina un arte. Y así, nos hemos acostumbrado a saborear exquisiteces como el fricandó, l'olla barrejada, unos callos o conejo con samfaina solamente cuando vamos a comer a casa de nuestros padres.

En la posguerra se sabía cocinar una cola de buey y se conocía el secreto para que la tripa no saliera dura y las criadillas no atufaran

Si un conejo puede resultar difícil -o, mejor, laborioso- de cocinar, también lo son las vísceras, sobre todo cuando se pretende aparentar lo que no son. Más de una vez me han dicho que si un día me sirven un bistec de corazón de buey lo voy a encontrar exquisito. Y no lo dudo. Pero, por mi parte, el problema estaría en saber la verdad: soy un tanto aprensiva en todo lo concerniente a entrañas animales. Total: las vísceras casi han pasado a la historia porque las jóvenes amas de casa ya no son amas de casa, lo cual no deja de ser positivo, pero, en general, han perdido el gusto por el buen comer y se lanzan a la hamburguesa o a la pechuga de pollo, y el suquet lo dejan para mamá. Lo mismo les pasa a los amos de casa. ¿Quién quiere entretenerse a hacer digestible una cabeza de cordero? ¿O quién se atreve a comprar una lengua, que aparece en el mostrador tal como es una lengua, o mejor, una docenas de ellas, una al lado de la otra, con una capa blanca salpicada de minúsculas verruguitas, donde se supone que el animal encontraba el gusto y el placer a la comida? Yo, sinceramente, admiro a quien compra criadillas de toro -¿o eran de oveja?-, con esas venitas tortuosas que se entrelazan sobre un fondo rosado.

Todo este arsenal lo vi en un puesto del mercado de la Boqueria llamado Menuts Rosa. Aquella mañana, Llorenç Torrado me había invitado a desayunar mientras esperaba la hora de salir en directo en el programa Els matins a TV3, dirigido y presentado por Josep Cuní. Por supuesto que no desayuné unos callos, sino un simple café con leche con un cruasán -¡oh maravilla!- de Ca n'Escrivà. Algo celestial, único, lo que se parece más al crujiente y mantecoso croissant francés. Llorenç me contaba que gracias a los inmigrantes los puestos de menuts vuelven a remontar, porque las vísceras forman parte de su cultura gastronómica. Y lo comprobamos delante del puesto de Rosa, lleno de subsaharianos y latinoamericanos. Aunque parezca una incongruencia, Menuts Rosa es un puesto lleno de vida, Rosa y su madre, Francisca Gavaldà, llevan con desparpajo el negocio de la abuela, que abrió el puesto en el año 1900 y estuvo trabajando en el durante 50 años.

Todos los viernes, a las once, Llorenç conecta con un puesto de algún mercado catalán. Llorenç es gato viejo delante de la pantalla, y se nota. Ya en directo, explica que las mollejas, esas glándulas del cuello, el hígado y los pulmones que en catalán llamamos lletons, son, junto con los riñones, plato exquisito de la alta cocina francesa. Ahora, las mollejas, las compran los argentinos porque forman parte de su más típica gastronomía. Los peruanos compran corazón y se lo comen en pinchitos, mientras que algunos subsaharianos prefieren un tipo de carne más dura que se llama, precisamente, strongmeat -ellos la conocen como lama. En este momento el puesto de Rosa está lleno de clientes, aunque Francisca me dice que el sábado se pueden triplicar: "Los inmigrantes han remontado el negocio, pero también los clientes de toda la vida han perdido el miedo a las vacas locas". Me cuenta que fue un tiempo muy duro, que le propusieron cambiar el negocio, pero ella aguantó. "Se cerraron muchos puestos y ahora somos muy pocos. Si la crisis pasó no fue gracias a los políticos, sino a los propios vendedores, que nos pasábamos el día explicando a la gente que no pasaba nada y que vendíamos un producto de confianza".

Llorenç explica a los telespectadores las excelencias del puesto de Rosa y Francisca ante la mirada un tanto perpleja de los clientes. Josep Cuní, al que veo por el monitor, no parece muy entusiasmado con lo que ve, pero Llorenç anima a todo el mundo a probar tan refinados productos. Siempre, claro está, con el toque de gracia de una mano sensible.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
SIGUE LEYENDO

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_