Un pasado que nos alcanza
El filósofo Theodor Adorno expresó bien el sentir de la generación que había sobrevivido a la guerra cuando dijo que se había impuesto a la humanidad un nuevo imperativo categórico, a saber, "reorientar el pensamiento y la acción para que la barbarie no se repita". Aunque solemos traducir ese imperativo diciendo que hay que recordar para no repetir, el filósofo alemán afinaba mucho más dando a la memoria un contenido tan exigente como repensar la verdad y la política y la moral teniendo presente la barbarie que acababa de experimentar Europa. El mismo Adorno dio una prueba de lo que eso significaba con ]]>Minima Moralia]]>, un libro escrito desde el convencimiento de que "el sufrimiento es la condición de toda verdad". ¿Se le ha hecho caso? ¿Se puede decir que los cadáveres y escombros de esa última fase de lo que Erik Hobsbawm ha llamado la "era de la catástrofe", de 1914 a 1945, hayan reorientado al pensamiento y a la acción? En muy escasa medida.
Lo que trajo el final de la guerra fue un nuevo comienzo que se hizo de espaldas al pasado
Es muy sintomático que nos tengamos que hacer esta pregunta 60 años después porque a los 50 o 25, fechas mucho más glamourosas, nadie se acordó de aquel pasado. Lo que trajo el final de la guerra fue un nuevo comienzo que se hizo de espaldas al pasado. Nadie quería mirar hacia atrás: los perdedores no lo hacían porque ese pasado les provocaba pesadillas, y los vencedores, tampoco, porque la guerra fría obligaba a contar con los pueblos hasta ayer enemigos. Y este juego dominó la política y también la cultura en general y la filosofía en particular. Se siguieron leyendo los mismos autores como si nada hubiera ocurrido; fluyeron las mismas corrientes de pensamiento -la fenomenología, el marxismo, el giro lingüístico o la hermenéutica- como si la razón estuviera al abrigo de los avatares de la historia. Una excepción fue Sartre que en 1946 escribe ]]>Reflexiones sobre la cuestión judía.]]> Hay incluso quien piensa que su existencialismo es un reflejo de la perplejidad del momento. Si eso fuera así tendríamos la gran paradoja de que una respuesta crítica a la barbarie estuvo alimentada por uno de sus pirómanos más ilustres, el Heidegger que inspiró al francés.
La respuesta que los intelectuales dieron a la primera Gran Guerra fue mucho más creativa que la que dieron los de la segunda. La llamada "generación del 14", de la que formaron parte Heidegger, Lukács, Hartmann u Ortega y Gasset, entendieron que en el fuego de la guerra se consumaba y se consumía el proyecto europeo de una organización de la vida basada en la razón y el progreso. Se consumaba, es decir, se alcanzaba la última fase de un proceso diseñado dos siglos antes; y se consumía en el sentido de que su realización era su acabamiento. Aquellos intelectuales comprendieron que tenían que empezar de nuevo y cada cual buscó un nuevo punto de partida para construir otro proyecto europeo: uno lo halló en el concepto de vida, otro en el de lenguaje, aquél en los presocráticos y éste en la cosa misma. Apareció la figura del ensayo como instrumento adecuado a las nuevas circunstancias, tan cambiantes. El resultado fue espectacular y no sólo en filosofía, sino también en literatura o arte. Esta generación hizo triunfar el expresionismo.
Lo que ha ocurrido después de
1945 ha tenido mucho menor impacto. Tomemos, por ejemplo, la famosa Escuela de Francfort, el lugar de los análisis más penetrantes sobre el fascismo y sus caldos de cultivo. Si exceptuamos a Adorno y Horkheimer -Benjamin había muerto en 1940- lo que vino fue ]]>La teoría de la acción comunicativa,]]> de Habermas, mucho más preocupada en pensar el tiempo largo de la Ilustración que el tiempo preciso de una Europa herida por la guerra. Lo que a los nuevos francfortianos interesa no es "la era de la catástrofe", sino la crisis de la modernidad. Al tematizar un periodo tan largo se corría el riesgo de poner sordina a las preguntas urgentes que venían del campo de batalla. Es menos incómodo dialogar con el hombre que piensa que con el que sufre. También en esos campos hubo muchos que se preguntaron dónde andaba Dios y no parece que la pregunta haya afectado a la teología. Uno de los pocos teólogos que se haya atrevido con esa pregunta, el alemán Metz, reconoce que sólo se la tomó en serio a finales de los setenta, "tarde, muy tarde", según dice el autor de ]]>Fe en la historia y en la sociedad.]]>
Estamos hablando del escaso impacto que ha tenido en el pensamiento posterior la experiencia de la última guerra mundial. Eso no significa que no se haya reflexionado, sino que no ha trascendido ni ha influido en las corrientes dominantes. Es ahora, después de décadas de olvido, cuando estamos más cerca de esos escasos pero magistrales avisadores del fuego o de la importancia que para nuestro futuro tiene ponernos a la escucha de esas voces que vienen de una experiencia tan trágica. Ensayos como ]]>Los hundidos y los salvados,]]> de Levi; ]]>El universo concentracionario,]]> de Rousset; o ]]>Más allá de la culpa y de la expiación,]]> de Améry; libros como ]]>Dialéctica negativa,]]> de Adorno; ]]>La dialéctica de la ilustración,]]> de Adorno y Horkheimer; o ]]>Las Tesis,]]> de Walter Benjamin; filósofos como Franz Rosenzweig (el gran tapado del siglo XX), Lévinas, Arendt o Derrida están rompiendo los claustros académicos y parecen llamados a convertirse en citas obligadas para quien quiera construir el tiempo posterior a la "era de la catástrofe".
El interés creciente por escritores o ensayistas que escriben teniendo en cuenta la violenta experiencia europea tiene, sin duda, causas muy diversas. No es la menor el prestigio de la memoria ganado a pulso gracias a las Comisiones de la Verdad y de la Reconciliación que han desplazado a transiciones políticas hechas sobre el olvido. Esa necesidad de recordar ha alcanzado a la Segunda Guerra Mundial donde se ha encontrado con la sorpresa de una cultura de la memoria que lleva años discretamente trabajando sobre los contenidos del recordar. Para que la memoria de la barbarie sea política y éticamente productiva tiene que ser "reorientación del pensamiento y de la acción" y no un gesto sentimental. Esa ambición explica en parte el desinterés de la filosofía posbélica por autores como Benjamin o Adorno, tan exigentes en este punto. Para que el interés actual por ese pasado no sea flor de un día, la intelectualidad tiene que probar su capacidad de metabolizar la memoria en nuevas teorías y en nuevas propuestas prácticas. Todo un reto.
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