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Reportaje:60º ANIVERSARIO DE LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL

La hora de todas las víctimas

Dentro de unas semanas la humanidad celebrará el 60º aniversario de la Segunda Guerra Mundial. El día en que terminó el mayor despliegue conocido de la barbarie con la victoria, así puede contarse, de las fuerzas del bien frente a las del mal. Una celebración que puede enmarcarse dentro de una cierta "manía conmemorativa", pero que en esta ocasión parece adquirir perfiles distintos en los medios de comunicación y también en las líneas editoriales. Esta nota distintiva radica en la atención que se está prestando al sufrimiento de las víctimas. Parecería como si la humanidad hubiese necesitado 60 años para empezar a liberarse de los últimos restos de la barbarie, aquellos que impiden el derecho a la rememoración y el dolor de todas las víctimas. Parecería que, al fin, una corriente de humanismo más profundo desplaza relativamente la atención desde las grandes estrategias y batallas hacia la vida cotidiana de la población, de los soldados de a pie, de la gente que sin grandes responsabilidades pagó como nadie las consecuencias de aquella guerra total.

Es más importante que nunca jerarquizar sin confundir las distintas responsabilidades
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decisivos de la contienda, de Stalingrado a Hiroshima, llevan este sello marcado, nunca mejor dicho, a sangre y fuego. El celebrado libro de Anthony Beevor, ]]>Stalingrado,]]> no sólo constituyó un análisis magistral sobre el de la batalla decisiva de la Segunda Guerra Mundial, sino que era también el relato vivido a través de testimonios de los protagonistas de a pie de ambos bandos en uno de los episodios más sangrientos y trágicos de la historia. El propio Beevor retomaría esa misma línea de investigación y narrativa en la que se combina la consulta de los archivos con los relatos de testigos y supervivientes en el proceso que conduce a la caída del Tercer Reich en su ]]>Berlín. La caída: 1945.]]> Aquí la reconstrucción del avance del Ejército Rojo, de las decisiones militares y de las batallas decisivas, viene acompañada de un preciso relato sobre la vida en el búnker, pero también de la vida cotidiana en una ciudad que vive trágicamente la última batalla, de la violencia que se desata por parte de los nazis, del hambre, la desolación y la muerte. También a los últimos días del Reich está dedicado el libro de Joachim Fest, ]]>El hundimiento,]]> posiblemente la reconstrucción más completa y documentada de la que podemos disponer. Un texto en el que el historiador alemán acierta al apreciar en el caos y descomposición que se vive en el búnker casi una síntesis de lo que había sido la Alemania nazi. Aunque en ese cuadro termine por proyectarse casi en exclusiva sobre la personalidad negativa del Führer lo que era propio de un sistema de poder caótico, destructor y autodestructor sustentado en una ideología fascista proyectada, a través del racismo, a un absoluto.

Pero los sufrimientos de la población alemana en los últimos días, y en los últimos años de la guerra, vinieron también de otros perpetradores a los que la literatura había prestado hasta ahora una atención cuanto menos limitada. Uno de los elementos más controvertidos y espeluznantes del libro de Beevor sobre Berlín antes citado es el relativo a las violaciones en masa cometidas por las tropas soviéticas: hasta dos millones de alemanas, unas cien mil sólo en Berlín. Violaciones que, además, vinieran precedidas de las que esas mismas tropas habían inflingido a las mujeres rusas, ucranias o polacas "liberadas". Beevor acierta al señalar lo que podía haber de venganza por el sufrimiento infligido por los nazis a la población soviética o de incitación indirecta y tolerancia culpable en los responsables soviéticos, pero nos sorprende cuando parece retomar tesis de Wilhelm Reich sobre la feroz represión sexual de la dictadura estalinista, y nos produce una sacudida cuando lleva estas reflexiones hacia la condición humana o se pregunta sobre la condición del macho. Tampoco fueron, en cualquier caso, sólo los soviéticos.

En los años finales de la guerra, Alemania fue sometida a masivos raids por parte de la aviación británica y norteamericana con resultados igualmente trágicos: unas 600.000 víctimas civiles, millones de viviendas destruidas, hasta siete millones y medio de personas sin hogar. ¿Hasta qué punto estos bombardeos estaban justificados por necesidades bélicas? El más famoso, aunque no el más mortal de todos ellos, el de Dresde de febrero de 1945, con unos 25.000 muertos, ha sido sometido a revisión por el historiador británico Frederick Taylor, quien en el libro que porta por título el nombre de la ciudad devastada sostiene convincentemente que ésta tenía un alto valor estratégico desde el punto de vista ferroviario y de la producción de armas. La reconstrucción es vívida y enérgica y cuenta también, como en la mayoría de las obras que comentamos, con testimonios de protagonistas y supervivientes. Pero la cifra de las víctimas civiles parece en exceso elevada para una operación con fines estrictamente militares.

Así lo entiende al menos el historiador alemán Jörg Friedrich en ]]>El incendio,]]> donde describe meticulosamente el efecto de los devastadores bombardeos aliados sobre más de mil localidades y millones de alemanes de toda edad y condición. Aunque este historiador ha recibido críticas por lo que se podría considerar una implícita, aunque nunca explícita, tendencia a situar estos bombardeos en la estela de "otro holocausto", lo cierto es que esta obra viene a poner sobre el tapete el gran problema largamente eludido de las otras víctimas, las alemanas. Un problema que fue puesto magistralmente de manifiesto hace unos años por W. G. Sebald en su libro póstumo ]]>Sobre la historia natural de la destrucción]]> cuando se preguntaba por las razones de que la literatura alemana hubiese vuelto la espalda al sufrimiento de su propia población y reivindicaba la necesidad de la memoria y sus efectos terapéuticos y preventivos. No había ninguna pretensión revisionista en Sebald y menos aún voluntad de equiparar los bombardeos con el holocausto. Pero sí una reivindicación de la historia y la necesidad de expresar el sufrimiento. El mismo derecho de las víctimas al recuerdo y a la expresión del dolor que reivindicara también Günter Grass en ]]>A paso de cangrejo]]> a propósito del hundimiento por un submarino soviético de un barco con refugiados alemanes en el que perecieron varios miles de personas. Ésta es la gran pregunta y el gran debate: el reconocimiento de todas las víctimas sin que ello comporte ningún relativismo moral ni mirada revisionista alguna sobre la barbarie nazi. Una circunstancia que ha funcionado de modo diverso en lo relativo a Hiroshima, tal vez porque desde muy pronto la opinión occidental pudo conocer la magnitud aterradora del arma nuclear y también porque un periodista norteamericano, John Hersey, pudo mostrar, tan pronto como en 1946, en ]]>Hiroshima]]> -libro completado en 1985 y traducido recientemente al castellano- la experiencia vivida de las catástrofes de algunos de sus supervivientes.

En cualquier caso, del mismo

modo que el conocimiento del comportamiento de las tropas soviéticas supone un golpe decisivo al mito del Ejército Rojo "liberador" y exige una reflexión moral de la humanidad en general y del Estado ruso sucesor en particular, también los bombardeos aliados exigen una y otra cosa. Una reflexión sobre la moralidad de los bombardeos tanto más apremiante si se toma en consideración la excelente y apasionante ]]>Historia de los bombardeos]]>, del sueco Sven Lindqwist. Un libro que traza la historia inquietante de unos bombardeos nacidos para aplastar a las poblaciones coloniales, que se proyecta después sobre la propia Europa y el mundo durante la Segunda Guerra Mundial y que llega hasta el presente.

Tan importante, en fin, como subrayar la existencia de los otros males frente al mal de la barbarie del Tercer Reich, de otras víctimas además de las perpetradas por éste, es no perder la perspectiva del carácter único e inigualable del genocidio nazi. Nos lo advierte Lawrence Rees en su ]]>Auschwitz.]]>]]>Los nazis y la "solución final"]]> al proporcionar, de nuevo desde el trabajo en los archivos y con los testimonios de verdugos y sobrevivientes, la mejor reconstrucción del proceso que conduce a las cámaras de la muerte y el funcionamiento del más atroz y absoluto de los horrores. Un mal único en la historia tanto más aterrador cuanto fue perpetrado desde uno de los países más cultos de Europa, por hombres normales, educados e inteligentes que llevados por los procesos complejos de la radicalización acumulativa en la Alemania nazi de la que hablara Martin Broszat, por el culto al Führer, genialmente expuesto por Ian Kershaw en su biografía de Hitler, y desde la "banalización del mal" que tan agudamente percibiera Hannah Arendt en su ]]>Eichmann en Jerusalén,]]> llegaron a perpetrar unos crímenes que ni siquiera ellos hubiesen imaginado. La percepción de la magnitud del horror y su carácter único, junto con la reivindicación de todas las víctimas y la exigencia de autocrítica y reparación moral de todos los crímenes y desafueros, apuntan a un avance en la conciencia moral de la humanidad. Precisamente por eso, y frente a modas ideológicas más o menos interesadas, es más importante que nunca jerarquizar sin confundir las distintas responsabilidades, así como no olvidar jamás dónde radicó el mal absoluto, cuáles fueron sus causas y cuáles sus víctimas.

Ismael Saz Campos es catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Valencia y experto en la Segunda Guerra Mundial.

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