El misterio del samovar
El primer acto de Las tres hermanas, de Chéjov, dirigida por Ariel García Valdés en el Nacional de Barcelona, cumple (sorprendentemente, en un director de su veteranía) varios preceptos del temible Decálogo de Montajes Modernos Entre Comillas. Uno: si la obra transcurre en un periodo histórico concretísimo, convierte el vestuario en una fiesta de disfraces. Dos: coloca veinte sillas en escena, pero que parezcan electrificadas, como si diera mucho miedo sentarse. Tres: si puedes tener una escenografía negra, no te conformes con una gris. Cuatro: si la obra tiene un ritmo lento, haz que todos entren y salgan continuamente. Cinco: si es un Chéjov, aférrate al neocliché de que escribía comedias.
Frente a un largo espejo desazogado y funeral (gentileza de Jean-Pierre Vergier), Olga (Laura Conejero) rememora la muerte del padre con una risa insana; Irina (Nora Navas) se diría instalada en el retortijón; Kuliguin (Francesc Albiol) parece salido de una obra de Labiche; Andréi (David Bages), el hermano, el intelectual de la familia, se comporta como el tonto del pueblo; su prometida, Natalia (Mercè Rovira), como una corista de Sweet Charity, por no decir algo peor; al barón Tusenbach (Pep Planas) sólo le falta un cartel con el rótulo de "pobre de espíritu"; Tchebutikin, el médico (Ferrán Rañé), habla y se mueve como la respuesta rusa a Papá Noel; Solioni (Francesc Luchetti), como un torturador del KGB con psoriasis, y al viejo Ferapont (Alfred Lucchetti) nadie le ofrece asiento ni una maldita vez. ¿Qué enigma encierra ese primer acto? He aquí a un notable reparto, a un grupo de excelentes actores, misteriosamente empujados a la caricatura y el estereotipo. Uno llega a pensar que quizás el samovar contiene una peligrosa sustancia de la que no todos han bebido. Anfisa, la vieja criada (Carme Fortuny), aunque le han puesto unos pelos que ni la Madam Mim de Merlín el Encantador, no parece haber probado una gota. Ni el subteniente Fedotik (Frank Capdet). Ni, desde luego, Masha (Emma Vilarasau) y Verxinin (Ramon Madaula). Cuando Madaula entra en escena todos respiramos: por la sencilla verdad de su interpretación, y por la química instantánea que se establece con la Vilarasau, otra persona fieramente humana. Al fin, nos decimos, parece que va a haber función, que vamos a sentir algo, que no se va a desperdiciar la fluida y cuidadosa versión catalana de Narcís Comadira. Las escenas del progresivo enamoramiento de ambos están magistralmente moduladas por García Valdés, con las dosis justas de humor y sensualidad (la timidez casi infantil de Masha, su alternancia entre la risa y la irritación, la pasión filosofante de Verxinin) y el segundo acto acaba en punta. Tal es, sin embargo, la disparidad en el tratamiento de unos y otros que el espectáculo bien podía llamarse Masha y Verxinin. Sin duda son los personajes a los que Chéjov más aprecia, pero he visto muchos montajes de Las tres hermanas y nunca habían ocupado así el centro del plano. Hay un momento maravilloso, al comienzo del tercer acto, el dificilísimo "acto del incendio", cuando Emma Vilarasau contempla, sonriente y en silencio, a Madaula, y luego se lanza a cantar con él una tonada, y parecen estar solos en el mundo, solos los dos, como dos niños, como si el fulgor de su pasión borrara todo y a todos los demás. A mí, por lo menos, la cabeza se me fue para otro lado en un encadenado de reverberaciones. Observaba a Masha y Verxinin y veía a Astrov mostrándole a Ielena, en Tío Vania, el mapa de los bosques devastados, y a Dmitri Gurov y a Anna Sergeyevna, la Dama del Perrito y, naturalmente, a Chéjov y Olga Knipper cenando en el restaurante del Gran Hotel, en el verano eterno de Yalta, a poco de haberse conocido. También pensé en la perfección estructural de ese tercer acto, que podría "darse" solo, como una pieza autónoma, pues los personajes y los conflictos están tan bien dibujados que sabríamos todo de ellos sin conocer sus antecedentes, y pensé luego en mi trabajo de detective, obstinado en descubrir el Misterio del Samovar. Parecía que los peligrosos vapores se iban disipando, aunque, claro está, a diferente velocidad. Anoté: "Tusenbach, pobrecillo, sigue intoxicado, lo que sin duda explica ese incomprensible lacito de pipiolo y el peinado Anasagasti. Natalia ha empeorado: no es bueno mezclar Sweet Charity con Doña Urraca. Solioni sigue rascándose y escupiendo por el colmillo: estado estacionario. En cambio, curiosamente, Tchebutikin alcanza su mayor momento de lucidez en la escena de la borrachera". Llegamos al último acto y las brumas se despejan por completo, casi al mismo tiempo que -detalle simbólico- se descorre la lúgubre mampara de Vergier, que ya iba siendo hora. García Valdés ha sustituido el mejunje del samovar por café negro con unas gotas de absenta. Brilla el sol de Chéjov como está mandado, con su perfecta alternancia de nubes y claros. Reconocemos la música porque todos están tocando la misma partitura. Ferrán Rañé da el do de pecho, exhalando desesperación a fuerza de ocultarla, mineralizándose para siempre, y David Bages está fantástico en la absoluta asunción de su derrota, y Albiol, aunque autoimitándose un poco, está conmovedor en su abrazo a Masha (ha pasado de Labiche a De Filippo, todo un salto sin red), y Pep Planas es, al fin, el noble y humilde y heroico Tusenbach, y Anfissa/Fortuny camina hacia la felicidad de su pisito estatal, y las tres hermanas son, rotundamente, las tres hermanas, unidas para siempre en la desolación. Lástima que en su conversación final García Valdés recurra al Sexto Precepto del Decálogo: si puedes echar mano de un micrófono de pie a la alemana, absolutamente innecesario, no permitas que los intérpretes transmitan la emoción por sus propios medios.
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