El barrio de Russafa
El barrio hunde sus raíces en la Valencia romana y más sólidamente en la de dominio árabe, en cuya época existían alquerías, algunas casas señoriales y hermosos jardines. El poeta Ibn-al-Abbar nos transmite su melancolía:
"Nadie siente más añoranza que yo / por una vida que pasó entre la Ruzafa y el Puente...". / "¡Oh jardín de la Ruzafa! / Yo no quiero más jardín que tú. / Jardín donde los árboles en espesos boscajes, / parecen seres humanos, jóvenes y viejos / que llevan sus cabezas cubiertas con coronas de rocío".
Pero esto forma parte de su historia y ya nada queda de ello, aunque sí se pueden encontrar muchas cosas interesantes y sorprendentes, pues Russafa se ha convertido en un barrio vital, popular, alegre y fresco. En su centro hay dos puntos de gran importancia: la histórica iglesia de San Valero y San Vicente Mártir, de ladrillo visto y ornada de un rococó muy particular, y el Mercado de Russafa, muy bien abastecido, cuya activa presencia se impone y crea o refuerza a su vez pequeños comercios especializados.
Las causas de este aire que se respira no podemos encontrarlas en una opulencia económica de sus residentes ni en un cuidado especial del Ayuntamiento respecto a su mantenimiento y sus dotaciones ni en una arquitectura singular ni en una ubicación ventajosa. Russafa no tiene jardines ni plazas arboladas ni casi árboles; Russafa no tiene guarderías ni centros de enseñanza públicos (ahora parece que la batalladora Plataforma per Russafa ha conseguido la promesa de una escuela en la calle de Puerto Rico), ni tampoco aparcamientos (la también batalladora Asociación de Comerciantes del Mercado acaba de conseguir, después de pedirlo durante 20 años, la construcción de uno).
Tampoco su arquitectura es relevante, con casas altas sobre pequeños solares y una cierta pobreza estética; pero sí tiene un discreto encanto, sin embargo, allá donde se han conservado grupos de edificación de la primera mitad del siglo XX, con ciertas reminiscencias lejanas del modernismo y del art-déco: balcones de hierro trabajado, estucos con flores, motivos ornamentales diseminados y una altura que no sobrepasa los cuatro pisos, con todo lo cual ofrecen una armonía de proporciones con sus calles y evidencia una manera de hacer basada en el respeto por las alturas, en la relación con el entorno, en el trabajo bien hecho y en el cuidado de los acabados.
La vitalidad y la alegría hay que buscarlas en sus gentes y en la actividad que ellos mismos han potenciado. Russafa se ha convertido en un barrio lleno de comercios, de tiendas de las más diversas cosas y de oficios recuperados. Russafa es también un barrio de inmigración: chinos, marroquíes, coreanos, paquistaníes, indios, africanos y latinoamericanos. En la calle de Cuba encontraremos una concentración de chinos y marroquíes y, próximos, colombianos y coreanos. En la calle de Sevilla se localiza la vibrante Asociación Senegalesa. Hay una cierta agrupación de las gentes según su procedencia, pero el barrio en toda su extensión está vivido por todas las gentes que lo componen.
Pero es la calle la que nos proporciona el pulso real del barrio. Aquí está su verdadero escenario urbano. Multitud de tiendas se distribuyen, puntean las fachadas, reinan en las aceras y ofrecen una gran variedad, como si el barrio estuviera empeñado en subsistir por sí mismo, en tener una cierta autonomía. Allí encontramos de todo: ferreterías, cristalerías, objetos de decoración, muebles, tiendas descendientes de todo a cien, jugueterías, papelerías, librerías, encuadernaciones, tejidos y ropa, zapaterías, composturas de cosas diversas, ortopedias, enmarcar cuadros, más tiendas de todo a cien, mensajerías para todo tipo de paquetes a los países de origen de los inmigrantes, locutorios, informática...Y junto a todo ello pequeñas tiendas de verduras y frutas, muchas de ellas ofreciendo especialidades para poder hacer cocina china, india, ecuatoriana, argelina etc., y tiendas que ofrecen comidas preparadas, desde los arroces o especialidades populares valencianas, al kebab, el cuscús etc. Existen, naturalmente, muchas cafeterías, casas de comida a precios económicos y restaurantes. Estos lugares son importantes pues además de servir para la pura alimentación son puntos de encuentro y de intercambio, algo apreciadísimo en este barrio. En general son baratos y buenos pero también empieza a aparecer algún restaurante más caro y sofisticado.
Las tiendas exhiben y venden su mercancía, pero no sólo eso. Los comerciantes son, sin ellos saberlo, verdaderos vigilantes de la calle. Conocen a mucha gente, están atentos al entorno y el movimiento de personas que entra y sale puede ser continuo. Para que una calle sea segura debe de ser vivida, y nada ofrece tanta vida en el quehacer diario como los comercios. Sin tiendas, la actividad, la relación humana y la seguridad decrecen. La calle queda solitaria y la vida yace escondida tras los visillos de las viviendas. ¿Qué tipo de ciudad sería ésta?
Este barrio, popular donde los haya, es un territorio donde se da la mezcla, la diversidad (de razas y culturas, de comercios, de estilos arquitectónicos) y la cohesión social que refuerza a su vez las relaciones sociales (lo cual no es óbice para que pueda haber discrepancias o incluso riñas de manera puntual). Hay un orgullo de pertenecer al barrio y los que lo habitan allí desde hace muchos años se sienten russafins antes que valencianos.
El barrio tiene algunas de las agradables características de pueblo pero con la cultura de la gran ciudad. Y es curioso que allí donde se localizan los dos puntos vitales, la iglesia y el mercado, la irregular cuadrícula de calles desaparece, como si el viejo hálito medieval quisiera subsistir, con sus callejuelas y sus vueltas que invitan a pararse y a andar despacio, ignorar el automóvil (omnipresente en el resto del barrio al igual que ocurre en toda la ciudad) y dar la espalda al máximo aprovechamiento constructivo.
Pero también hay inmobiliarias, y la especulación acecha a la espera de la construcción del Parque Central. De hecho, ya se están comprando fincas enteras o bien para demoler y construir de nuevo o para rehabilitar su interior y venderlas mas caras. Ese es el gran peligro de un futuro no demasiado lejano: que sea presa de las constructoras y de sus pingües beneficios.
Trini Simó es profesora de Historia de la Arquitectura y del Urbanismo.
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